sábado, 30 de marzo de 2024

"Ha resucitado y va delante de vosotros a Galilea" (Mc 16, 7; Jn 20, 1-9)


 Los relatos evangélicos de la Resurrección hablan de algo que trasciende los conceptos y las categorías de nuestro pensamiento: de algo que no cabe en palabras. Por eso, como el lenguaje de los místicos, recurren a símbolos, a imágenes que nos invitan a ponernos en camino, como a Pedro y Juan, hacia la experiencia de la Resurrección y la fe. 

Un elemento que todos transmiten es la dificultad de aquellas discípulas y discípulos (los primeros testigos son las mujeres que acompañaron a Jesús en la cruz. Y esto es significativo), la dificultad para creer y comprender. En todos ellos hay un desconcierto, como en Magdalena, un primer momento en que lo que están descubriendo sobrepasa su capacidad de entender, un momento de vacilación. Y un camino.

Un camino que se emprende madrugando, y en oscuridad. Una oscuridad que aludíamos al celebrar la Vigilia Pascual en la noche. Una oscuridad como la que envolvía al mundo al principio del Primer día de la Creación. Y es que con la Resurrección de Jesús comienza una Nueva Creación. Nueva Creación que empieza en los creyentes: de hecho, y aunque todos los evangelios  hablan del sepulcro vacío, el signo más claro de la Resurrección, para el mundo, fue y sigue siendo la renovación de los que se encuentran con Él: la vida que los llena, y que se manifiesta como alegría, capacidad de compartir, audacia y liberación de temores, capacidad de comprender la palabra de Jesús y vivirla... los dones del Espíritu. Desde nuestro corazón y nuestra vida, Dios quiere ir, pacientemente, renovando la sociedad y el mundo entero. 

Un camino personal. El primer anuncio ha sido "un no sé qué que quedan balbuciendo" (como cantaba Juan de la Cruz). Magdalena anuncia apenas que Jesús no está en el sepulcro, sin saber dar razón. Movidos por la inquietud, Pedro y el discípulo amado se ponen en marcha, como antes lo había hecho ella. Juan nos deja ahí el detalle de que el discípulo que Jesús ama es el más rápido, y también una nota con sabor a comunidad: aunque llega antes, entra con Pedro. Tal vez eso es determinante para alcanzar a comprender los signos (los lienzos "vacíos" porque el cuerpo de Jesús no ha sido llevado, sino que los ha dejado; el sudario, signo de muerte, aparte), y creer. El encuentro con el Resucitado es un camino de conversión (dejar atrás prejuicios y ataduras, volvernos hacia Jesús, abrirnos a su Espíritu), personal y a la vez hecho en comunidad.

Un "camino a Galilea". El Evangelio de la Vigilia, de Marcos, nos envía allí, recordando las palabras de Jesús, en la Última Cena, cuando anunciaba también la dispersión y escándalo de los discípulos ante el arresto y la cruz del Maestro. Galilea es el lugar donde comenzó Jesús su predicación, como hoy recuerda Pedro en los Hechos de los Apóstoles; el lugar donde llamó a los discípulos, donde comenzó su misión, "haciendo el bien y curando a los oprimidos". Es también el lugar de la vida cotidiana, donde tenían su trabajo y sus familias. 

Y es que, aunque este Domingo se nos ha convertido en "el final de la Semana Santa", es el Primer Día. Aquí comienza todo. Es como el "kilómetro cero", el punto de referencia de toda nuestra vida. Somos invitados a recomenzar nuestro seguimiento, a encontrarlo, vivo, en nuestra vida cotidiana. A descubrir con Él "los bienes de allá arriba" (los que Él puso encima, con sus actitudes y sus palabras, distintos a los del mundo). A una Vida Nueva que, de momento, tal vez no resplandece enseguida, porque "está escondida con Cristo en Dios"(Col 3, 1-4), pero va germinando, como una primavera del Espíritu, en el corazón del discípulo. 

¡Feliz Pascua!


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viernes, 29 de marzo de 2024

"Sus heridas nos han curado" (Is 55, 5-8; Jn 18 y 19)

 

En la Pasión de Jesucristo se cruzan los caminos de la humanidad con los de Dios. Aparece, por una parte, la violencia y la injusticia de nuestro mundo, que manipula la justicia y condena a muerte al inocente entre desprecios y burlas, que incluso busca al Nazareno (término que también designa al enviado de Dios, esperanza del pueblo) para aniquilarlo. Como anunciaba Isaías, "Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes" (Is 55, 5-8).

Los relatos de la cruz empiezan en la noche de Getsemaní, terminan en las tinieblas que cubren el mundo en pleno día, y dejan entrever esa oscuridad en el escepticismo de Pilato ("¿qué es la verdad?"), en las burlas crueles de los soldados, en la traición de unos y el miedo de otros. Las mismas tinieblas que siguen presentes en las guerras, las mentiras y desesperaciones de nuestro tiempo. 

Juan, en su relato de la Pasión, deja toda una serie de pistas que, en medio de esa historia de escarnio y muerte, deja ya traslucir otra luz, la que resplandecerá en la mañana de Resurrección. Nos invita a ver un "Cristo en majestad" (como esos Cristos bizantinos que están en la cruz con vestiduras sacerdotales o regias y semblante sereno). Un Jesús que entrega libremente su vida, que sale al paso de los que lo buscan. Un Cristo cuya majestad divina ("Yo soy") hace caer rostro en tierra incluso a los que vienen a prenderlo, que juzga a Pilatos ("no tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado..."). Cristo que es rey porque da testimonio de la Verdad, que muere cumpliendo cuanto el Padre le encomendó, y abriendo una fuente de salvación (esa herida de su costado, por la que sale un hilo de agua como el que el profeta Ezequiel había contemplado saliendo del costado del santuario, para convertirse en un río que siembra vida y sanación a su paso. Cfr. Ez 47, 1-12). El mismo que, un instante antes, ha manifestado su sed: sed de que nos acerquemos a Él que es fuente viva. 

El mismo Jesús que recorre, obediente al Padre, los caminos humanos del sufrimiento, que baja al encuentro de los últimos, los condenados, los despreciados, los que sufren. Para que sepamos que llega a todos la misericordia de Dios que es fuente de vida, y que vence sobre la muerte. 

Junto a la Cruz de Jesús estaban su madre y el discípulo que Jesús quiere. Ante ellos entrega Jesús el espíritu. Ellos son como el embrión de la Iglesia, que se prepara para recibir el Espíritu Santo así, permaneciendo junto al que está en la cruz, al que sufre. 

A ese discípulo amado le entrega Jesús a su madre. Y él la recibe "como algo propio", como el don más preciado del Maestro. Ella nos ha de ayudar a mirar la Cruz y contemplar el amor de quien en ella se entrega por nosotros, a recoger sus palabras y gestos y meditarlos en el corazón. A esperar en Dios, que parece desarmado ante tanta injusticia y muerte, pero está abriendo caminos nuevos e insospechados de vida, que vencen la muerte y sanan nuestra realidad herida

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jueves, 28 de marzo de 2024

"Haced esto en memoria mía" (1 Cor 11, 25. Jn 13, 1-15)

 


Comenzamos el Triduo Pascual, la celebración de la Pascua del Señor, el centro de nuestra vida como cristianos

La celebración de la Cena del Señor, donde se manifiesta su amor hasta el extremo, nos ofrece el sentido de lo que vamos a vivir en estos días, La muerte de Cristo en la Cruz es la expresión final y definitiva de esa entrega, que ha ido derramándose a lo largo de toda su vida, en favor de todos. Y la Resurrección manifiesta cómo esta entrega de Cristo, que baja hasta los abismos humanos del dolor, del fracaso y de la muerte, y que carga con nuestra historia de pecado, vence a la muerte y abre para nosotros la puerta de una nueva vida, la de Dios. 

Jesús ha vivido desde el amor del Padre y para transmitir y manifestar ese amor a todos. Por fidelidad a ese amor (amor que el mundo rechaza por su propia autenticidad, por ese "ser para todos" y no plegarse a los intereses, las manipulaciones y parcialidades de unos y otros), Jesús entrega su vida. Y en esa Cena, sabiendo que uno de los que comparten su mesa lo va a traicionar, y que todos lo van a abandonar, elige amar hasta el extremo, y entregarse a sus discípulos. Lo hace con un gesto de servicio humilde (propio de siervos). Y entregándonos toda su persona, su vida, su experiencia del Padre, su realidad, como alimento para que podamos llegar a asimilarlo. 

Pablo, en el primer relato escrito que tenemos de aquella Cena, nos transmite las palabras de Jesús: "Haced esto en memoria mía". La Eucaristía que celebramos cada domingo y cada día es como la punta del iceberg, o la clave de bóveda, de esa memoria de Jesús. Una señal viva, llena de su Presencia y de su Espíritu, que nos conduce a ir viviendo en memoria suya, a recordar, a llevar siempre en el corazón su amor -el amor de Dios que acompaña y hace preciosa la vida de cada uno de nosotros-, a ir convirtiendo nuestra propia vida en memoria de su entrega, de su disposición a servir con humildad. 


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domingo, 24 de marzo de 2024

"¡Hosanna! ¡Bendito el que viene"

 

El Domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa y nos ofrece como una panorámica de todo lo que vamos a celebrar. De hecho, la entrada de Jesús en Jerusalén, triunfal a la vez que humilde (en un borrico, y no a caballo como un rey guerrero), es como un anuncio del triunfo de su Resurrección, en la que resplandece un triunfo y una gloria diferentes de los poderes y glorias del mundo. Un triunfo muy diferente del que esperaban aquellos que aclamaron a Jesús en su entrada a Jerusalén. Siempre más allá de nuestras expectativas y criterios. Y es que celebramos la Semana Santa un año más, para entrar un poco más en esa Vida de Jesús que siempre es nueva. 

El Tercer Canto del Siervo de Yahveh (Is 50, 4-7), que sirvió a los primeros cristianos para meditar la Pasión de Jesús, nos invita también a nosotros a acercarse al misterio de este Mesías que "aprendió, sufriendo, el camino de la obediencia" (Hebreos 5,8, como escuchábamos el domingo pasado) y es el verdaderamente capaz de "decir al abatido una palabra de aliento". Y el himno de la Carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11) resume todo el camino de este Mesías que veremos culminar en estos días: un camino de abajamiento, de entrega de sí, de vaciarse en favor de los demás, "obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz". Un camino que expresa la comunión con el corazón del Padre que es amor y entrega, y por eso es el que lleva el nombre del mismo Dios, el del verdadero señorío y gloria. 

Las dos lecturas nos introducen a la Pasión del Señor. Puede ser bueno recordar que el relato de Marcos, que escuchamos hoy, es el primer relato evangélico de la Pasión, anterior a los otros tres (alguien ha apuntado que tal vez el Evangelio de Marcos se escribió para presentar toda la vida de Jesús "en una sesión", tal vez en la celebración pascual, y por eso es tan breve). Entre otras muchas características, cabe apuntar su ritmo rápido, y "en presente", que nos invita a "entrar" en la escena que se está contando. Porque, en verdad, nos involucra a nosotros. 

Un relato aparentemente sencillo, pero lleno de trasfondo, que nos asoma al Misterio. Es la revelación de Dios en lo que parecía lo más opuesto: la cruz, la muerte, el fracaso, el abandono, la experiencia de desprecio. Al final, un extranjero, ajeno a toda la tradición bíblica, abre los ojos y confiesa: "realmente este hombre era Hijo de Dios". 

De entre los muchos detalles para meditar, uno aludido por el salmo que hoy rezamos, el mismo salmo 21 que Jesús rezó en la cruz (en aquel tiempo los libros bíblicos no tenían título ni números, y se citaban por sus primeras palabras): "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Como ha señalado el teólogo Secundino Castro, la reacción de los circunstantes, cuando piensan, confundidos, que Jesús está llamando a Elías ("Elyah tha") nos permite identificar el verso concreto que Jesús pronuncia: "Elí atha": (desde el vientre materno) Tú eres mi Dios (Samo 21, 11), la confesión de fe, con referencias de ternura materna y confianza filial, con que Jesús concluye su vida. 

Meditemos estos días la Pasión del Señor, para adentrarnos en el Misterio de su amor, su entrega. Para descubrir la Vida Nueva que nos ofrece. 

“Él murió a lo sensitivo, espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte. Porque, como él dijo, en la vida no tuvo dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20) y en la muerte lo tuvo menos (…) Al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad, según la parte inferior. Por lo cual fue necesitado a clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? (Mc 15,34). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en s vida. Y así, en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagro y obras había hecho ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios. 

S. Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II, 7, 9


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domingo, 17 de marzo de 2024

"Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 20-33)

 

Hoy, Jeremías (31, 31-34) nos ofrece un hermoso texto para orar y meditar como preparación al Evangelio. La historia de las alianzas que Dios ha ido haciendo y rehaciendo, primero con la humanidad, y después con su pueblo Israel, y que de manera resumida hemos seguido a lo largo de la Cuaresma, nos trae a este anuncio de una alianza nueva, con una ley que no se viva como preceptos externos, sino escrita en el corazón (como añade Ezequiel 36,26-27: "os daré un corazón nuevo ... y os infundiré mi Espíritu"). Una alianza que conlleva el conocimiento del Señor. 

En el Evangelio, encontramos una señal de la llegada de esos nuevos tiempos, en esos griegos que quieren ver a Jesús. Jesús lo confirma: "cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí". Él ha venido para esto, y para esto entrega su vida: para ese juicio que, como escuchábamos el domingo pasado, es oferta de salvación para todos, y es victoria de Dios, de su vida, sobre los principios de muerte (violencia, egoísmo, división...) que ejercen su poder en el mundo. 

La entrega de Jesús muestra la gloria de Dios, que es su amor que salva. Jesús la asume, aunque le cuesta, y siente su alma turbada. Esta escena es como un eco de la de Getsemaní, cuando Jesús dice al Padre "aleja de mí este cáliz... pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Mc 14,36). Y, a la vez, es como un eco de la Transfiguración, donde se oía la voz del cielo manifestando la gloria de Dios en su Hijo (no es casualidad que Mateo, Marcos y Lucas recuerdan a los mismos tres discípulos como testigos de ambos momentos: están íntimamente unidos). La carta a los Hebreos (5, 7-9) nos habla de estos sentimientos y de esta opción de Jesús, en Getsemaní y en toda su vida, hasta la cruz: de cuánto le costó, humanamente; de su oración al Padre (esa "piedad filial" que significa amor, respeto, entrega, confianza), diálogo en que Jesús aprende el camino de la obediencia, y el Padre le salva del dominio de la muerte, pero no evitándole el morir, sino resucitándolo. De cómo el Hijo, hecho hombre como nosotros, ha aprendido también, en medio de dificultades y sufrimientos, el camino de la obediencia, y por eso nos puede guiar a través de él. Obediencia que en Jesús no es sumisión a un mandato externo, sino esa "ley interior" del amor que le hace capaz de identificarse con la voluntad del Padre, de conocer su corazón y estar en unión con él. Cuando Jesús se identifica como Hijo, hace siempre referencia a esa unión que tiene con la voluntad del Padre, con su corazón. 

En el Evangelio, cuando Andrés y Felipe le cuentan a Jesús que uno griegos querían verlo, podría parecer que Jesús se puso a hablar de otra cosa. Pero, precisamente, se nos está dando a conocer, nos permite verlo "por dentro", nos revela sus sentimientos, lo que le mueve, sus opciones. 

Y nos invita a conocerlo "por dentro", asumiendo su misma actitud de entrega. Con la radicalidad de términos propia del modo hebreo de hablar (no usa términos como "posponer" o "preferir", sino los extremos de amar y aborrecerse) nos invita a entrar en su misma lógica, la del amor y la entrega, para entrar en comunión con Él. "Donde esté yo, allí también estará mi servidor". Para participar de su gloria, de su vida. 


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domingo, 10 de marzo de 2024

"Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único" (Jn 3, 14-21)

 

Nicodemo es un magistrado judío, fariseo, que se acerca a Jesús de noche, porque a pesar de los desencuentros con su grupo, intuye que ha venido de Dios, por las señales que realiza (Jn 3,2). A este maestro de la Ley que se acerca a Jesús en la oscuridad, como a tientas, Jesús le invita a "nacer de nuevo", a acoger el Evangelio radicalmente y replantearse su manera de situarse ante Dios. 

En esa conversación se inserta el pasaje que hoy escuchamos. Jesús recoge una tradición judía, antigua y extraña: una plaga de serpientes atacó a los hebreos en el desierto, y Dios ordenó a Moisés hacer un estandarte con una serpiente de bronce  (algo contrario a la Ley, que prohíbe hacer imágenes), de modo que los mordidos por una serpiente miraban a ese estandarte y quedaban curados (Números, 21, 4-9). La historia tiene vestigios del culto egipcio a Ranenutet, que era veneno y antídoto, muerte y vida. Dios se sirvió de aquel medio, a pesar de sus ribetes paganos, para curar a los hebreos . 

Y la salvación que ofrece está plantada en medio del misterio del dolor y la muerte. Como dice un himno de Semana Santa: "la gracia está en el fondo de la pena, y la salud brotando de la herida". A nosotros, mordidos por la muerte y el pecado, se nos invita a mirar a Jesús levantado en la cruz, muerto por nuestros pecados, para encontrar en él salud. 

Jesús, en ese diálogo, insiste en la necesidad de levantar los ojos, de cambiar nuestra perspectiva, muy "a ras de tierra", para acoger la salvación que viene de Dios y nos pide un cambio de perspectiva. La mirada a Cristo crucificado nos interpela y contrasta. A nosotros, envenenados de ansias de poder, se nos invita a mirar a Aquel que ha sido condenado y rechazado por los poderes e intrigas del mundo, y que, entregándose como cordero, desprovisto de todo, nos salva. A nosotros, aburridos y enredados en los placeres del mundo, se nos invita a descubrir la belleza del Crucificado, que no es estética, sino la hermosura del amor que se entrega y da vida. A nosotros, heridos por la muerte, se nos invita a acudir a Él, que ha pasado por la muerte y la ha vencido, para "liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos" (Heb 2, 15).

Y nos revela el amor del Padre, que ha entregado a su Hijo Único "para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna... para que el mundo se salve por Él". 

Con ello, nos llama a otro cambio de enfoque. "Dios no envió al mundo para juzgar al mundo". Dios sólo ofrece salvación. Somos los hombres quienes nos condenamos y condenamos nuestro mundo, al alejarnos de Dios y de su luz, al preferir esconder en las tinieblas nuestros errores y dificultades, que muchas veces nos cuesta reconocer. Pero nuestras pasiones y heridas, lejos de la luz, se vuelven más oscuras y retorcidas. Desde Adán, que al caer, tuvo miedo y se escondió de Dios "porque estaba desnudo" (Gen 2, 10), Dios nos busca, y el ser humano tiende a huir de Él, por miedo a verse acusado por sus obras" (Jn 3, 20). Sin embargo, "El que cree en Él no será juzgado". La luz de Dios y su verdad están llenas de su misericordia, que acoge, perdona, sana, como vemos a cada paso en los gestos de Jesús. Como nos dice hoy Pablo (Ef 2, 4,10) "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo -estáis salvados por pura gracia-".

El Evangelio nos invita hoy a acercarnos a Dios, con confianza desde nuestra realidad. A poner a su luz cada rincón de nuestra vida. Sin esconder los más oscuros. Su luz es misericordia.

Quisiera tratar de hacerle comprender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además, este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón...
    Sta. Teresa del Niño Jesús. Carta al abate Bellière, 18-VII-1897


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domingo, 3 de marzo de 2024

"Él sabía lo que hay dentro de cada hombre" (Jn 2, 13-25)

 

La expulsión de los vendedores del Templo debió de impresionar a los discípulos. Los cuatro evangelios recogen este momento chocante, con el que Jesús entra en conflicto con las autoridades religiosas. Cabe apuntar que el "mercado" instalado en el atrio del Templo tenía una lógica. Allí se podían comprar los animales (bueyes,  ovejas y palomas) que se ofrecían en sacrificio en el culto del templo. Por otra parte, la moneda imperial (que proclamaba la divinidad del césar y por tanto era blasfema) no podía entrar en el espacio sagrado del templo, y por eso se cambiaba por la moneda propia del Templo. 

Ello, precisamente, acentúa el gesto de Jesús, que tiene sentido profético, carga simbólica. El atrio del Templo se convirtió en un mercado (de hecho, era la institución económica más importante de Israel) porque el propio culto tenía rasgos propios de un comercio. En el antiguo Israel, los sacrificios eran la forma de reconocimiento de pertenencia a Dios, de haberlo recibido todo de Él, de agradecimiento. Pero también se deslizaron a una relación "mercantil" con Dios, un "te doy esto para que me des aquello". Una tentación que fácilmente se nos puede colar a cualquiera de nosotros: la de intentar, de alguna manera, "comprar" a Dios con nuestros sacrificios, cumplimientos, ritos, ofrecimientos...

Jesús ofrece un signo que anuncia un culto nuevo, que tiene que ver con un templo nuevo: su cuerpo, su propia persona, que pasará por la muerte (fruto de su entrega por nosotros, su fidelidad al Padre) y resucitará. Un poco más adelante, cuando la samaritana le pregunte a Jesús por el lugar donde adorar a Dios (¿el templo de Jerusalén o de Garizim?), Jesús le dirá que "los adoradores verdaderos adorarán en espíritu y en verdad" (Jn 4, 20-24). El "lugar" del culto ya no es un templo de piedra, ni el culto son sacrificios de animales que se compran y venden. El "espacio" de encuentro con Dios es Jesús. Y adoramos a Dios participando del sacrificio de Jesús, de su vida. Una vida que, ante todo, es vida en comunión de amor con el Padre. De ese amor gratuito, incondicional, en que Jesús vive, nace su propia entrega radical (entrega por amor a nosotros y en fidelidad al Padre), hasta la cruz, vida entregada que lleva a la Resurrección, la vida nueva. 

Jesús, que por fidelidad a este Dios que es amor gratuito, se ha enfrentado a las autoridades religiosas (el enfrentamiento que al fin provocará su muerte), también guarda distancia ante "muchos que creyeron en su nombre viendo los signos que hacía", ante esa fe que busca signos (como nos dirá S. Pablo, 1 Cor 1, 22), resultados, y no está abierta a la radicalidad del mensaje de la cruz de Jesús. Porque él sabe "lo que hay dentro de cada hombre".

Una palabra que nos invita a mirar nuestro interior, a preguntarnos cómo es nuestra relación con Dios. Para ello también nos prepara el Salmo 18, con el que meditamos sobre la Ley del Señor. Una ley que va más allá de preceptos escritos, que escribe el Espíritu "no en tablas de piedra, sino en los corazones" (2 Cor 3,3), y que, por tanto, vamos aprendiendo poco a poco. Una ley que es descanso del alma, instruye, alegra, da luz...   Por su parte, la lectura del Decálogo (Ex 20, 1-17), nos habla de cómo la fidelidad a Dios pasa por la ética, tejer unas relaciones con los demás que evitan el mal y buscan el bien. Y, en primer lugar, habla de ese Dios que trasciende toda imagen. En primer término, el Éxodo se refería a los ídolos de piedra o madera. Pero va más allá. Solemos hacernos, cada uno, una imagen, una idea de Dios, pero no podemos convertirla en ídolo y postrarnos ante ella: Dios está más allá de nuestras imágenes, y nos llama a purificar nuestra forma de tratar con Él, para ir entrando en su gratuidad, en su amor. 

Dios no se sirve de otra cosa sino de amor (…), y es porque todas nuestras obras y todos nuestros trabajos, aunque sea lo más que pueda ser, no son nada delante de Dios; porque en ellas no le podemos dar nada ni cumplir su deseo, el cual sólo es de engrandecer al alma. Para sí nada de esto desea, pues no lo ha menester, y así, si de algo se sirve, es de que el alma se engrandezca; y como no hay otra cosa en que más la pueda engrandecer que igualándola consigo, por eso solamente se sirve de que le ame; porque la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada (…)  en la cual igualdad de amistad todas las cosas de los dos son comunes a entrambos, como el mismo Esposo lo dijo a sus discípulos, diciendo: Ya os he dicho mis amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he manifestado (Jn 15, 15). Dice, pues, la canción:

            Mi alma se ha empleado
            y todo mi caudal en su servicio,
            ya no guardo ganado,
            ni ya tengo otro oficio
            que ya sólo en amar es mi ejercicio”.

 En decir que el alma suya se ha empleado, da a entender la entrega que hizo al Amado de sí en aquella unión de amor, donde quedó ya su alma con todas sus potencias, entendimiento, voluntad y memoria, dedicada al servicio de él, empleado el entendimiento en entender las cosas que son más de su servicio para hacerlas, y su voluntad en amar todo lo que a Dios agrada y en todas las cosas aficionar la voluntad a Dios, y la memoria en el cuidado de lo que es de su servicio y lo que más le ha de agradar. Y dice más: Y todo mi caudal en su servicio.

(San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B  28,1.3)


Lecturas (www.dominicos.org)

  En los primeros domingos de Pascua, el Evangelio narra los encuentros de Jesús Resucitado con los discípulos. En los tres siguientes, ante...