domingo, 10 de marzo de 2024

"Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único" (Jn 3, 14-21)

 

Nicodemo es un magistrado judío, fariseo, que se acerca a Jesús de noche, porque a pesar de los desencuentros con su grupo, intuye que ha venido de Dios, por las señales que realiza (Jn 3,2). A este maestro de la Ley que se acerca a Jesús en la oscuridad, como a tientas, Jesús le invita a "nacer de nuevo", a acoger el Evangelio radicalmente y replantearse su manera de situarse ante Dios. 

En esa conversación se inserta el pasaje que hoy escuchamos. Jesús recoge una tradición judía, antigua y extraña: una plaga de serpientes atacó a los hebreos en el desierto, y Dios ordenó a Moisés hacer un estandarte con una serpiente de bronce  (algo contrario a la Ley, que prohíbe hacer imágenes), de modo que los mordidos por una serpiente miraban a ese estandarte y quedaban curados (Números, 21, 4-9). La historia tiene vestigios del culto egipcio a Ranenutet, que era veneno y antídoto, muerte y vida. Dios se sirvió de aquel medio, a pesar de sus ribetes paganos, para curar a los hebreos . 

Y la salvación que ofrece está plantada en medio del misterio del dolor y la muerte. Como dice un himno de Semana Santa: "la gracia está en el fondo de la pena, y la salud brotando de la herida". A nosotros, mordidos por la muerte y el pecado, se nos invita a mirar a Jesús levantado en la cruz, muerto por nuestros pecados, para encontrar en él salud. 

Jesús, en ese diálogo, insiste en la necesidad de levantar los ojos, de cambiar nuestra perspectiva, muy "a ras de tierra", para acoger la salvación que viene de Dios y nos pide un cambio de perspectiva. La mirada a Cristo crucificado nos interpela y contrasta. A nosotros, envenenados de ansias de poder, se nos invita a mirar a Aquel que ha sido condenado y rechazado por los poderes e intrigas del mundo, y que, entregándose como cordero, desprovisto de todo, nos salva. A nosotros, aburridos y enredados en los placeres del mundo, se nos invita a descubrir la belleza del Crucificado, que no es estética, sino la hermosura del amor que se entrega y da vida. A nosotros, heridos por la muerte, se nos invita a acudir a Él, que ha pasado por la muerte y la ha vencido, para "liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos" (Heb 2, 15).

Y nos revela el amor del Padre, que ha entregado a su Hijo Único "para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna... para que el mundo se salve por Él". 

Con ello, nos llama a otro cambio de enfoque. "Dios no envió al mundo para juzgar al mundo". Dios sólo ofrece salvación. Somos los hombres quienes nos condenamos y condenamos nuestro mundo, al alejarnos de Dios y de su luz, al preferir esconder en las tinieblas nuestros errores y dificultades, que muchas veces nos cuesta reconocer. Pero nuestras pasiones y heridas, lejos de la luz, se vuelven más oscuras y retorcidas. Desde Adán, que al caer, tuvo miedo y se escondió de Dios "porque estaba desnudo" (Gen 2, 10), Dios nos busca, y el ser humano tiende a huir de Él, por miedo a verse acusado por sus obras" (Jn 3, 20). Sin embargo, "El que cree en Él no será juzgado". La luz de Dios y su verdad están llenas de su misericordia, que acoge, perdona, sana, como vemos a cada paso en los gestos de Jesús. Como nos dice hoy Pablo (Ef 2, 4,10) "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo -estáis salvados por pura gracia-".

El Evangelio nos invita hoy a acercarnos a Dios, con confianza desde nuestra realidad. A poner a su luz cada rincón de nuestra vida. Sin esconder los más oscuros. Su luz es misericordia.

Quisiera tratar de hacerle comprender con una comparación muy sencilla cómo ama Jesús a las almas que confían en él, aun cuando sean imperfectas. Supongamos que un padre tiene dos hijos traviesos y desobedientes, y que, al ir a castigarlos, ve que uno de ellos se echa a temblar y se aleja de él aterrorizado, llevando en el corazón el sentimiento de que merece ser castigado; y que su hermano, por el contrario, se arroja en los brazos de su padre diciendo que lamenta haberlo disgustado, que lo quiere y que, para demostrárselo, será bueno en adelante; si, además, este hijo pide a su padre que lo castigue con un beso, yo no creo que el corazón de ese padre afortunado pueda resistirse a la confianza filial de su hijo, cuya sinceridad y amor conoce. Sin embargo, no ignora que su hijo volverá a caer más de una vez en las mismas faltas, pero está dispuesto a perdonarle siempre si su hijo le vuelve a ganar una y otra vez por el corazón...
    Sta. Teresa del Niño Jesús. Carta al abate Bellière, 18-VII-1897


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


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