domingo, 3 de marzo de 2024

"Él sabía lo que hay dentro de cada hombre" (Jn 2, 13-25)

 

La expulsión de los vendedores del Templo debió de impresionar a los discípulos. Los cuatro evangelios recogen este momento chocante, con el que Jesús entra en conflicto con las autoridades religiosas. Cabe apuntar que el "mercado" instalado en el atrio del Templo tenía una lógica. Allí se podían comprar los animales (bueyes,  ovejas y palomas) que se ofrecían en sacrificio en el culto del templo. Por otra parte, la moneda imperial (que proclamaba la divinidad del césar y por tanto era blasfema) no podía entrar en el espacio sagrado del templo, y por eso se cambiaba por la moneda propia del Templo. 

Ello, precisamente, acentúa el gesto de Jesús, que tiene sentido profético, carga simbólica. El atrio del Templo se convirtió en un mercado (de hecho, era la institución económica más importante de Israel) porque el propio culto tenía rasgos propios de un comercio. En el antiguo Israel, los sacrificios eran la forma de reconocimiento de pertenencia a Dios, de haberlo recibido todo de Él, de agradecimiento. Pero también se deslizaron a una relación "mercantil" con Dios, un "te doy esto para que me des aquello". Una tentación que fácilmente se nos puede colar a cualquiera de nosotros: la de intentar, de alguna manera, "comprar" a Dios con nuestros sacrificios, cumplimientos, ritos, ofrecimientos...

Jesús ofrece un signo que anuncia un culto nuevo, que tiene que ver con un templo nuevo: su cuerpo, su propia persona, que pasará por la muerte (fruto de su entrega por nosotros, su fidelidad al Padre) y resucitará. Un poco más adelante, cuando la samaritana le pregunte a Jesús por el lugar donde adorar a Dios (¿el templo de Jerusalén o de Garizim?), Jesús le dirá que "los adoradores verdaderos adorarán en espíritu y en verdad" (Jn 4, 20-24). El "lugar" del culto ya no es un templo de piedra, ni el culto son sacrificios de animales que se compran y venden. El "espacio" de encuentro con Dios es Jesús. Y adoramos a Dios participando del sacrificio de Jesús, de su vida. Una vida que, ante todo, es vida en comunión de amor con el Padre. De ese amor gratuito, incondicional, en que Jesús vive, nace su propia entrega radical (entrega por amor a nosotros y en fidelidad al Padre), hasta la cruz, vida entregada que lleva a la Resurrección, la vida nueva. 

Jesús, que por fidelidad a este Dios que es amor gratuito, se ha enfrentado a las autoridades religiosas (el enfrentamiento que al fin provocará su muerte), también guarda distancia ante "muchos que creyeron en su nombre viendo los signos que hacía", ante esa fe que busca signos (como nos dirá S. Pablo, 1 Cor 1, 22), resultados, y no está abierta a la radicalidad del mensaje de la cruz de Jesús. Porque él sabe "lo que hay dentro de cada hombre".

Una palabra que nos invita a mirar nuestro interior, a preguntarnos cómo es nuestra relación con Dios. Para ello también nos prepara el Salmo 18, con el que meditamos sobre la Ley del Señor. Una ley que va más allá de preceptos escritos, que escribe el Espíritu "no en tablas de piedra, sino en los corazones" (2 Cor 3,3), y que, por tanto, vamos aprendiendo poco a poco. Una ley que es descanso del alma, instruye, alegra, da luz...   Por su parte, la lectura del Decálogo (Ex 20, 1-17), nos habla de cómo la fidelidad a Dios pasa por la ética, tejer unas relaciones con los demás que evitan el mal y buscan el bien. Y, en primer lugar, habla de ese Dios que trasciende toda imagen. En primer término, el Éxodo se refería a los ídolos de piedra o madera. Pero va más allá. Solemos hacernos, cada uno, una imagen, una idea de Dios, pero no podemos convertirla en ídolo y postrarnos ante ella: Dios está más allá de nuestras imágenes, y nos llama a purificar nuestra forma de tratar con Él, para ir entrando en su gratuidad, en su amor. 

Dios no se sirve de otra cosa sino de amor (…), y es porque todas nuestras obras y todos nuestros trabajos, aunque sea lo más que pueda ser, no son nada delante de Dios; porque en ellas no le podemos dar nada ni cumplir su deseo, el cual sólo es de engrandecer al alma. Para sí nada de esto desea, pues no lo ha menester, y así, si de algo se sirve, es de que el alma se engrandezca; y como no hay otra cosa en que más la pueda engrandecer que igualándola consigo, por eso solamente se sirve de que le ame; porque la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada (…)  en la cual igualdad de amistad todas las cosas de los dos son comunes a entrambos, como el mismo Esposo lo dijo a sus discípulos, diciendo: Ya os he dicho mis amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he manifestado (Jn 15, 15). Dice, pues, la canción:

            Mi alma se ha empleado
            y todo mi caudal en su servicio,
            ya no guardo ganado,
            ni ya tengo otro oficio
            que ya sólo en amar es mi ejercicio”.

 En decir que el alma suya se ha empleado, da a entender la entrega que hizo al Amado de sí en aquella unión de amor, donde quedó ya su alma con todas sus potencias, entendimiento, voluntad y memoria, dedicada al servicio de él, empleado el entendimiento en entender las cosas que son más de su servicio para hacerlas, y su voluntad en amar todo lo que a Dios agrada y en todas las cosas aficionar la voluntad a Dios, y la memoria en el cuidado de lo que es de su servicio y lo que más le ha de agradar. Y dice más: Y todo mi caudal en su servicio.

(San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual B  28,1.3)


Lecturas (www.dominicos.org)

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