domingo, 24 de marzo de 2024

"¡Hosanna! ¡Bendito el que viene"

 

El Domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa y nos ofrece como una panorámica de todo lo que vamos a celebrar. De hecho, la entrada de Jesús en Jerusalén, triunfal a la vez que humilde (en un borrico, y no a caballo como un rey guerrero), es como un anuncio del triunfo de su Resurrección, en la que resplandece un triunfo y una gloria diferentes de los poderes y glorias del mundo. Un triunfo muy diferente del que esperaban aquellos que aclamaron a Jesús en su entrada a Jerusalén. Siempre más allá de nuestras expectativas y criterios. Y es que celebramos la Semana Santa un año más, para entrar un poco más en esa Vida de Jesús que siempre es nueva. 

El Tercer Canto del Siervo de Yahveh (Is 50, 4-7), que sirvió a los primeros cristianos para meditar la Pasión de Jesús, nos invita también a nosotros a acercarse al misterio de este Mesías que "aprendió, sufriendo, el camino de la obediencia" (Hebreos 5,8, como escuchábamos el domingo pasado) y es el verdaderamente capaz de "decir al abatido una palabra de aliento". Y el himno de la Carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11) resume todo el camino de este Mesías que veremos culminar en estos días: un camino de abajamiento, de entrega de sí, de vaciarse en favor de los demás, "obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz". Un camino que expresa la comunión con el corazón del Padre que es amor y entrega, y por eso es el que lleva el nombre del mismo Dios, el del verdadero señorío y gloria. 

Las dos lecturas nos introducen a la Pasión del Señor. Puede ser bueno recordar que el relato de Marcos, que escuchamos hoy, es el primer relato evangélico de la Pasión, anterior a los otros tres (alguien ha apuntado que tal vez el Evangelio de Marcos se escribió para presentar toda la vida de Jesús "en una sesión", tal vez en la celebración pascual, y por eso es tan breve). Entre otras muchas características, cabe apuntar su ritmo rápido, y "en presente", que nos invita a "entrar" en la escena que se está contando. Porque, en verdad, nos involucra a nosotros. 

Un relato aparentemente sencillo, pero lleno de trasfondo, que nos asoma al Misterio. Es la revelación de Dios en lo que parecía lo más opuesto: la cruz, la muerte, el fracaso, el abandono, la experiencia de desprecio. Al final, un extranjero, ajeno a toda la tradición bíblica, abre los ojos y confiesa: "realmente este hombre era Hijo de Dios". 

De entre los muchos detalles para meditar, uno aludido por el salmo que hoy rezamos, el mismo salmo 21 que Jesús rezó en la cruz (en aquel tiempo los libros bíblicos no tenían título ni números, y se citaban por sus primeras palabras): "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Como ha señalado el teólogo Secundino Castro, la reacción de los circunstantes, cuando piensan, confundidos, que Jesús está llamando a Elías ("Elyah tha") nos permite identificar el verso concreto que Jesús pronuncia: "Elí atha": (desde el vientre materno) Tú eres mi Dios (Samo 21, 11), la confesión de fe, con referencias de ternura materna y confianza filial, con que Jesús concluye su vida. 

Meditemos estos días la Pasión del Señor, para adentrarnos en el Misterio de su amor, su entrega. Para descubrir la Vida Nueva que nos ofrece. 

“Él murió a lo sensitivo, espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte. Porque, como él dijo, en la vida no tuvo dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20) y en la muerte lo tuvo menos (…) Al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad, según la parte inferior. Por lo cual fue necesitado a clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? (Mc 15,34). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en s vida. Y así, en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagro y obras había hecho ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios. 

S. Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II, 7, 9


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

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