viernes, 29 de marzo de 2024

"Sus heridas nos han curado" (Is 55, 5-8; Jn 18 y 19)

 

En la Pasión de Jesucristo se cruzan los caminos de la humanidad con los de Dios. Aparece, por una parte, la violencia y la injusticia de nuestro mundo, que manipula la justicia y condena a muerte al inocente entre desprecios y burlas, que incluso busca al Nazareno (término que también designa al enviado de Dios, esperanza del pueblo) para aniquilarlo. Como anunciaba Isaías, "Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes" (Is 55, 5-8).

Los relatos de la cruz empiezan en la noche de Getsemaní, terminan en las tinieblas que cubren el mundo en pleno día, y dejan entrever esa oscuridad en el escepticismo de Pilato ("¿qué es la verdad?"), en las burlas crueles de los soldados, en la traición de unos y el miedo de otros. Las mismas tinieblas que siguen presentes en las guerras, las mentiras y desesperaciones de nuestro tiempo. 

Juan, en su relato de la Pasión, deja toda una serie de pistas que, en medio de esa historia de escarnio y muerte, deja ya traslucir otra luz, la que resplandecerá en la mañana de Resurrección. Nos invita a ver un "Cristo en majestad" (como esos Cristos bizantinos que están en la cruz con vestiduras sacerdotales o regias y semblante sereno). Un Jesús que entrega libremente su vida, que sale al paso de los que lo buscan. Un Cristo cuya majestad divina ("Yo soy") hace caer rostro en tierra incluso a los que vienen a prenderlo, que juzga a Pilatos ("no tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado..."). Cristo que es rey porque da testimonio de la Verdad, que muere cumpliendo cuanto el Padre le encomendó, y abriendo una fuente de salvación (esa herida de su costado, por la que sale un hilo de agua como el que el profeta Ezequiel había contemplado saliendo del costado del santuario, para convertirse en un río que siembra vida y sanación a su paso. Cfr. Ez 47, 1-12). El mismo que, un instante antes, ha manifestado su sed: sed de que nos acerquemos a Él que es fuente viva. 

El mismo Jesús que recorre, obediente al Padre, los caminos humanos del sufrimiento, que baja al encuentro de los últimos, los condenados, los despreciados, los que sufren. Para que sepamos que llega a todos la misericordia de Dios que es fuente de vida, y que vence sobre la muerte. 

Junto a la Cruz de Jesús estaban su madre y el discípulo que Jesús quiere. Ante ellos entrega Jesús el espíritu. Ellos son como el embrión de la Iglesia, que se prepara para recibir el Espíritu Santo así, permaneciendo junto al que está en la cruz, al que sufre. 

A ese discípulo amado le entrega Jesús a su madre. Y él la recibe "como algo propio", como el don más preciado del Maestro. Ella nos ha de ayudar a mirar la Cruz y contemplar el amor de quien en ella se entrega por nosotros, a recoger sus palabras y gestos y meditarlos en el corazón. A esperar en Dios, que parece desarmado ante tanta injusticia y muerte, pero está abriendo caminos nuevos e insospechados de vida, que vencen la muerte y sanan nuestra realidad herida

Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

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