sábado, 20 de abril de 2024

"Yo soy el Buen Pastor. El Buen Pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10, 11-18)

 

En los primeros domingos de Pascua, el Evangelio narra los encuentros de Jesús Resucitado con los discípulos. En los tres siguientes, antes de la Ascensión, nos habla de nuestra relación con Él, a través de tres imágenes: el Buen Pastor, la Vid y los sarmientos, y el Amigo.

Hoy se presenta Jesús como Pastor. Es una imagen familiar para aquellas gentes, que con frecuencia se aplicó a reyes y gobernantes, encargados de conducir a los pueblos. Más de una vez, los profetas hablaron así de los reyes de Israel, para denunciar que eran malos pastores, que se aprovechaban del pueblo, en vez de cuidarlo.

Jesús es, en cambio, el Buen Pastor, que da la vida por las ovejas. Ha expresado, poco antes, la razón de esa entrega: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan a en abundancia”(Jn 10,10). Ese “dar la vida” se hará real en la muerte de Jesús, que aquí se afirma como un acto de total libertad de Jesús: “Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente”.  Y aquí, se unen dos paradojas, que nos invitan a meditar: la libertad de Jesús, que incluso está por encima de la muerte (“Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla”) se realiza unida a la voluntad, el “mandato” del Padre. Y Jesús se manifiesta como “dueño” de las ovejas, en la entrega por ellas.

Otro rasgo fundamental de esta relación del Buen Pastor con los suyos es el conocimiento mutuo. Un conocimiento profundo, íntimo: tanto, que Jesús lo declara igual al que une al Padre y al Hijo. La carta de San Juan nos ayuda a comprenderlo: Jesús usa la imagen del Pastor, pero los términos “oveja” y “rebaño” son mera metáfora, porque nuestra relación con Dios aclara y hace emerger nuestra verdadera realidad, con toda su dignidad y singularidad: el Padre nos llama "hijos suyos y ¡lo somos!" aunque aún no se ha manifestado plenamente cuanto esto significa. Él ya nos conoce y nos ama. Nosotros estamos en camino de comprender vivir esa filiación, ese conocerle y amarle, que une el conocimiento y la identificación, nos iguala en dignidad y en posibilidades: estamos llamados a ser semejantes a El, a participar de su vida

Y esta vocación es universal. La misión de Jesús como Pastor no se reduce al “redil” de Israel, se abre a la humanidad entera, llamada a formar un solo rebaño, un solo pueblo.

El Salmo 118 y la lectura de Hechos, hoy, unen otra imagen, desde la que nos invitan a considerar la del Pastor: Jesús es “la piedra que desecharon los arquitectos y que se ha convertido en piedra angular” (Salmo 118, 22-23). La expresión está planteada en polémica (como también lo estaba la comparación de Jesús con otros pastores), y en ello resplandece de nuevo ese “para que tengan vida en abundancia” de Jesús: Pedro responde ante el Sanedrín, precisamente porque han curado, en nombre de Jesús, a un paralítico; y esto manifiesta qué sentido tiene el poder de Jesús. El mundo “no le conoció a Él” (como también desconoce y oculta nuestra condición de hijos de Dios) y Él ha sido “rechazado por los arquitectos”, hasta ser condenado a muerte en la cruz. Sin embargo, su amor es el que tiene la iniciativa y dirige la historia: Él ha entregado su vida libremente para que nosotros tengamos vida en abundancia. Él es el pastor que nos conoce y nos conduce, y  Él es la rocasobre la que podemos levantar, con solidez, nuestra vida.

Un pastorcico solo está penado,
ajeno de placer y de contento,
y en su pastora puesto el pensamiento,
y el pecho del amor muy lastimado.

No llora por haberle amor llagado,
que no le pena verse así afligido,
aunque en el corazón está herido;
mas llora por pensar que está olvidado.

Que sólo de pensar que está olvidado
de su bella pastora, con gran pena
se deja maltratar en tierra ajena,
el pecho del amor muy lastimado.

Y  dice el pastorcito: ¡Ay, desdichado
de aquel que de mi amor ha hecho ausencia
y no quiere gozar la mi presencia,
y el pecho por su amor muy lastimado!

Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos,
y muerto se ha quedado asido dellos,
el pecho del amor muy lastimado.

           S. Juan de la Cruz

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domingo, 14 de abril de 2024

"Soy yo en persona" (Lc 24, 35-48)

 

¿En qué se cree hoy? Personalmente, cuando echo un vistazo al mundo de la cultura actual (cine, literatura, etc.), veo una profusión exuberante de relatos, de fantasía que juega con el pasado, con el futuro, con universos paralelos, con retóricas... Y me deja una sensación de vacío: la impresión de que (casi) todos esos relatos no son "ventanas", sino meras imágenes. No se abren a otra realidad, sino que sólo sirven para "decorar" la vida, o  para acompañar la apatía. Da la impresión de que vivimos en una era de desencanto, en que las creencias se reducen a mitos, a historias que se usan para distraer, o en momentos difíciles para calmar el dolor (como ante la muerte, mucha gente se apoya en una difusa esperanza en un más allá y en algún Ser Supremo), sin más trascendencia.

De esto (entre otras cosas) viene a hablarnos Lucas, cuando nos narra hoy un encuentro de Jesús con sus discípulos. Es también hermosa y sugerente la descripción de ese momento, porque habla de lo que está llamada a ser nuestra celebración de la Eucaristía y los grupos cristianos: los discípulos están reunidos, compartiendo la noticia de la Resurrección y cómo está afectando a sus vidas: "contaban lo que les había pasado por el camino y cómo lo reconocieron al partir el pan". Y Jesús se hace presente en medio de ellos. Realmente presente. No es que su entusiasmo y fervor les haga sentir la presencia de Jesús; porque, de hecho, esta presencia los sorprende, los descoloca e incluso atemoriza. En los testimonios de la Resurrección, esto es casi una constante: lo inesperado y chocante de la experiencia que viven, aunque a la vez lleva por dentro una profunda paz. Una experiencia que a ellos mismos les resulta difícil de integrar (y tienen que hacer un proceso para "darse cuenta") y que los transforma: pasan del desencanto y desolación a la fe, de las dudas a la confianza, del miedo a la paz y al valor, del aturdimiento y cerrazón a la capacidad de comprender. 

Jesús no es un "fantasma", un "espíritu". No es simplemente una "hermosa causa", o una "filosofía de vida". No es un mito. Los discípulos se encontraron con Jesús en persona. Aunque el Resucitado es de otra manera (se hace presente sin barreras físicas, hace falta algo más que los sentidos para reconocerlo...) es Él: el mismo a quien habían intentado seguir por los caminos de Judea y Galilea, el mismo que vieron morir en la cruz. De hecho, una vez más las lecturas insisten en ese hecho difícil de comprender, pero que ocurrió: que el Mesías, el Salvador, tenía que pasar por el sufrimiento y la muerte para abrir un camino definitivo de reconciliación y de vida para nosotros. Un mensaje, de hecho, que siempre nos sigue desbordando, su sentido (para el mundo y para la vida de cada uno de nosotros) es más de lo que acabamos de comprender. El encuentro con Él fue real y tan real que cambió su rumbo y su forma de vivir. Y así, en los Hechos de los Apóstoles vemos a esos discípulos haciendo, precisamente, lo que Jesús ha dicho: ser testigos, ante el pueblo, de su muerte y resurrección, y proclamar una conversión que es reconocimiento de la propia realidad (con toda su crudeza, incluso: "matasteis al autor de la vida") y encuentro con la misericordia de Dios.  

El cambio de vida de los discípulos es consecuencia y testimonio de su encuentro con el Resucitado. A la vez, forma parte del camino hacia ese encuentro. Por eso Juan, a la vez que llama a la confianza en Él, cuando tropezamos con nuestra debilidad y pecado, recuerda la necesidad de "guardar sus mandamientos". Que tampoco se trata de un cumplimiento minucioso de normas, pues los mandamientos de Jesús son creer en Él (Jn 6, 29), amarse unos a otros (Jn 15, 12-14), permanecer en Él (Jn 15,4), hacer práctica la misericordia (Lc 10,37).... El llevar a la vida la enseñanza de Jesús, vivir como discípulos suyos, construir comunidad, nos "pone en sintonía", nos acerca a su camino, en el que Él sale a nuestro paso y nos sorprende con su presencia. Aunque nuestra experiencia tiene características diferentes de las de la primera comunidad cristiana, Jesús también nos invita a un encuentro personal con Él. A descubrir que Él es real, y que nos llama a convertirnos, a crecer, a descubrir nuevas dimensiones de su palabra y de su vida. 

"Señor haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro" (salmo 4)

     "...así como el sol está madrugando y dando en tu casa para entrar si destapas el agujero, así Dios, que en guardar a Israel no dormita, ni menos duerme, entrará en el alma vacía y la llenará de bienes divinos". (S. Juan de la Cruz, Llama 3, 46)


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domingo, 7 de abril de 2024

"Entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a vosotros..." (Jn 20, 19-31)

 

En la liturgia, toda esta semana que hemos pasado es un eco del Domingo de Pascua. Y el Evangelio nos vuelve a situar en "el día primero de la semana". Ese día iluminado por la Resurrección de Jesús es para nosotros siempre el primero, la referencia de toda nuestra vida. 

Los discípulos ya han recibido la noticia de la Resurrección del Señor. Juan, con Pedro, "vio y creyó" (Jn 20,8); María Magdalena se encontró con el Resucitado y ha transmitido a los demás su palabra (Jn 20,11-18). Cuando Jesús aparece, lo reconocen sin las vacilaciones iniciales. Sin embargo, están encerrados en una sala con miedo. Han empezado a comprender y creer, pero su fe y su vida tienen límites y lastres. El Evangelio está narrando un camino de fe que puede ser también el nuestro. 

Nos habla de una experiencia con notas que contrastan: la paz, la alegría ... y las llagas de Jesús, que aparecen tres veces en el relato. Tomás, aquel discípulo decido y generoso que en un día difícil dijo "vayamos también nosotros y muramos con Él" (Jn 11, 16), necesita tocarlas para creer que es verdad la Resurrección. Parece que la impresión del sufrimiento del Crucificado le hace preguntarse si es el mismo que los demás afirman haber visto, resucitado. ¿Cómo puede ser eso, qué camino hay de la Cruz a la Resurrección? 

Y precisamente, Jesús se identifica mostrando esas llagas. Su paz no es la tranquilidad de quien está a salvo de conflictos. Su alegría ha conocido el dolor, no está "más acá" de la cruz, sino "más allá". Por eso, el Resucitado ofrece respuesta a cuantos experimentan el dolor, el fracaso y la muerte. Es más: sigue llevando en sus manos la señales de la Cruz en que se ha unido a todos los que sufren, los sigue teniendo presentes. Y ante Él, Tomás pronuncia la confesión más completa de todos los Evangelios: "Señor mío y Dios mío". 

En este Evangelio aparecen también, con fuerza, el envío y la comunión. Comunión con Él: nos envía como el Padre lo ha enviado, y con su mismo Espíritu. La misión no es la simple realización de una tarea encargada. Es comunión con Jesús. Está llamada a dejarse impulsar por su Espíritu (y por su estilo, sus palabras y obras) y a hundir sus raíces en la misma experiencia de amor que Jesús tiene del Padre. 

Comunión que crea comunidad, y de alguna manera se hace "palpable" en la comunidad. Jesús se hace presente en medio de los discípulos reunidos en su nombre. Y es ahí, en comunidad, donde Tomás lo encuentra. La experiencia de Dios, de Jesús es personal, y a la vez comunitaria (es singular, pero no individual). Y los Hechos de los Apóstoles nos muestran una de las consecuencias de ese encuentro de Jesús Resucitado con sus discípulos, de esa transmisión del Espíritu y ese envío: la comunidad que comparte vida y da testimonio de El. Una comunidad que, con todas sus pobrezas y limitaciones (Los Hechos de los Apóstoles irán contando las dificultades y discusiones de aquellos primeros cristianos) es lugar de encuentro con Jesús y continúa su obra. 

El Evangelio nos habla de Jesús que se hace presente en el primer día de la semana (el Domingo), en ese encuentro semanal de los discípulos. Se hace presente en la Eucaristía que celebramos, para transmitirnos su Paz y su Alegría, para invitarnos a acercarnos a Él (y "poner el dedo en la llaga", hablar con Él de nuestras dificultades, nuestros miedos, nuestras puertas cerradas), para comunicarnos su Espíritu y enviarnos.


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sábado, 30 de marzo de 2024

"Ha resucitado y va delante de vosotros a Galilea" (Mc 16, 7; Jn 20, 1-9)


 Los relatos evangélicos de la Resurrección hablan de algo que trasciende los conceptos y las categorías de nuestro pensamiento: de algo que no cabe en palabras. Por eso, como el lenguaje de los místicos, recurren a símbolos, a imágenes que nos invitan a ponernos en camino, como a Pedro y Juan, hacia la experiencia de la Resurrección y la fe. 

Un elemento que todos transmiten es la dificultad de aquellas discípulas y discípulos (los primeros testigos son las mujeres que acompañaron a Jesús en la cruz. Y esto es significativo), la dificultad para creer y comprender. En todos ellos hay un desconcierto, como en Magdalena, un primer momento en que lo que están descubriendo sobrepasa su capacidad de entender, un momento de vacilación. Y un camino.

Un camino que se emprende madrugando, y en oscuridad. Una oscuridad que aludíamos al celebrar la Vigilia Pascual en la noche. Una oscuridad como la que envolvía al mundo al principio del Primer día de la Creación. Y es que con la Resurrección de Jesús comienza una Nueva Creación. Nueva Creación que empieza en los creyentes: de hecho, y aunque todos los evangelios  hablan del sepulcro vacío, el signo más claro de la Resurrección, para el mundo, fue y sigue siendo la renovación de los que se encuentran con Él: la vida que los llena, y que se manifiesta como alegría, capacidad de compartir, audacia y liberación de temores, capacidad de comprender la palabra de Jesús y vivirla... los dones del Espíritu. Desde nuestro corazón y nuestra vida, Dios quiere ir, pacientemente, renovando la sociedad y el mundo entero. 

Un camino personal. El primer anuncio ha sido "un no sé qué que quedan balbuciendo" (como cantaba Juan de la Cruz). Magdalena anuncia apenas que Jesús no está en el sepulcro, sin saber dar razón. Movidos por la inquietud, Pedro y el discípulo amado se ponen en marcha, como antes lo había hecho ella. Juan nos deja ahí el detalle de que el discípulo que Jesús ama es el más rápido, y también una nota con sabor a comunidad: aunque llega antes, entra con Pedro. Tal vez eso es determinante para alcanzar a comprender los signos (los lienzos "vacíos" porque el cuerpo de Jesús no ha sido llevado, sino que los ha dejado; el sudario, signo de muerte, aparte), y creer. El encuentro con el Resucitado es un camino de conversión (dejar atrás prejuicios y ataduras, volvernos hacia Jesús, abrirnos a su Espíritu), personal y a la vez hecho en comunidad.

Un "camino a Galilea". El Evangelio de la Vigilia, de Marcos, nos envía allí, recordando las palabras de Jesús, en la Última Cena, cuando anunciaba también la dispersión y escándalo de los discípulos ante el arresto y la cruz del Maestro. Galilea es el lugar donde comenzó Jesús su predicación, como hoy recuerda Pedro en los Hechos de los Apóstoles; el lugar donde llamó a los discípulos, donde comenzó su misión, "haciendo el bien y curando a los oprimidos". Es también el lugar de la vida cotidiana, donde tenían su trabajo y sus familias. 

Y es que, aunque este Domingo se nos ha convertido en "el final de la Semana Santa", es el Primer Día. Aquí comienza todo. Es como el "kilómetro cero", el punto de referencia de toda nuestra vida. Somos invitados a recomenzar nuestro seguimiento, a encontrarlo, vivo, en nuestra vida cotidiana. A descubrir con Él "los bienes de allá arriba" (los que Él puso encima, con sus actitudes y sus palabras, distintos a los del mundo). A una Vida Nueva que, de momento, tal vez no resplandece enseguida, porque "está escondida con Cristo en Dios"(Col 3, 1-4), pero va germinando, como una primavera del Espíritu, en el corazón del discípulo. 

¡Feliz Pascua!


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viernes, 29 de marzo de 2024

"Sus heridas nos han curado" (Is 55, 5-8; Jn 18 y 19)

 

En la Pasión de Jesucristo se cruzan los caminos de la humanidad con los de Dios. Aparece, por una parte, la violencia y la injusticia de nuestro mundo, que manipula la justicia y condena a muerte al inocente entre desprecios y burlas, que incluso busca al Nazareno (término que también designa al enviado de Dios, esperanza del pueblo) para aniquilarlo. Como anunciaba Isaías, "Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes" (Is 55, 5-8).

Los relatos de la cruz empiezan en la noche de Getsemaní, terminan en las tinieblas que cubren el mundo en pleno día, y dejan entrever esa oscuridad en el escepticismo de Pilato ("¿qué es la verdad?"), en las burlas crueles de los soldados, en la traición de unos y el miedo de otros. Las mismas tinieblas que siguen presentes en las guerras, las mentiras y desesperaciones de nuestro tiempo. 

Juan, en su relato de la Pasión, deja toda una serie de pistas que, en medio de esa historia de escarnio y muerte, deja ya traslucir otra luz, la que resplandecerá en la mañana de Resurrección. Nos invita a ver un "Cristo en majestad" (como esos Cristos bizantinos que están en la cruz con vestiduras sacerdotales o regias y semblante sereno). Un Jesús que entrega libremente su vida, que sale al paso de los que lo buscan. Un Cristo cuya majestad divina ("Yo soy") hace caer rostro en tierra incluso a los que vienen a prenderlo, que juzga a Pilatos ("no tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado..."). Cristo que es rey porque da testimonio de la Verdad, que muere cumpliendo cuanto el Padre le encomendó, y abriendo una fuente de salvación (esa herida de su costado, por la que sale un hilo de agua como el que el profeta Ezequiel había contemplado saliendo del costado del santuario, para convertirse en un río que siembra vida y sanación a su paso. Cfr. Ez 47, 1-12). El mismo que, un instante antes, ha manifestado su sed: sed de que nos acerquemos a Él que es fuente viva. 

El mismo Jesús que recorre, obediente al Padre, los caminos humanos del sufrimiento, que baja al encuentro de los últimos, los condenados, los despreciados, los que sufren. Para que sepamos que llega a todos la misericordia de Dios que es fuente de vida, y que vence sobre la muerte. 

Junto a la Cruz de Jesús estaban su madre y el discípulo que Jesús quiere. Ante ellos entrega Jesús el espíritu. Ellos son como el embrión de la Iglesia, que se prepara para recibir el Espíritu Santo así, permaneciendo junto al que está en la cruz, al que sufre. 

A ese discípulo amado le entrega Jesús a su madre. Y él la recibe "como algo propio", como el don más preciado del Maestro. Ella nos ha de ayudar a mirar la Cruz y contemplar el amor de quien en ella se entrega por nosotros, a recoger sus palabras y gestos y meditarlos en el corazón. A esperar en Dios, que parece desarmado ante tanta injusticia y muerte, pero está abriendo caminos nuevos e insospechados de vida, que vencen la muerte y sanan nuestra realidad herida

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jueves, 28 de marzo de 2024

"Haced esto en memoria mía" (1 Cor 11, 25. Jn 13, 1-15)

 


Comenzamos el Triduo Pascual, la celebración de la Pascua del Señor, el centro de nuestra vida como cristianos

La celebración de la Cena del Señor, donde se manifiesta su amor hasta el extremo, nos ofrece el sentido de lo que vamos a vivir en estos días, La muerte de Cristo en la Cruz es la expresión final y definitiva de esa entrega, que ha ido derramándose a lo largo de toda su vida, en favor de todos. Y la Resurrección manifiesta cómo esta entrega de Cristo, que baja hasta los abismos humanos del dolor, del fracaso y de la muerte, y que carga con nuestra historia de pecado, vence a la muerte y abre para nosotros la puerta de una nueva vida, la de Dios. 

Jesús ha vivido desde el amor del Padre y para transmitir y manifestar ese amor a todos. Por fidelidad a ese amor (amor que el mundo rechaza por su propia autenticidad, por ese "ser para todos" y no plegarse a los intereses, las manipulaciones y parcialidades de unos y otros), Jesús entrega su vida. Y en esa Cena, sabiendo que uno de los que comparten su mesa lo va a traicionar, y que todos lo van a abandonar, elige amar hasta el extremo, y entregarse a sus discípulos. Lo hace con un gesto de servicio humilde (propio de siervos). Y entregándonos toda su persona, su vida, su experiencia del Padre, su realidad, como alimento para que podamos llegar a asimilarlo. 

Pablo, en el primer relato escrito que tenemos de aquella Cena, nos transmite las palabras de Jesús: "Haced esto en memoria mía". La Eucaristía que celebramos cada domingo y cada día es como la punta del iceberg, o la clave de bóveda, de esa memoria de Jesús. Una señal viva, llena de su Presencia y de su Espíritu, que nos conduce a ir viviendo en memoria suya, a recordar, a llevar siempre en el corazón su amor -el amor de Dios que acompaña y hace preciosa la vida de cada uno de nosotros-, a ir convirtiendo nuestra propia vida en memoria de su entrega, de su disposición a servir con humildad. 


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domingo, 24 de marzo de 2024

"¡Hosanna! ¡Bendito el que viene"

 

El Domingo de Ramos nos introduce en la Semana Santa y nos ofrece como una panorámica de todo lo que vamos a celebrar. De hecho, la entrada de Jesús en Jerusalén, triunfal a la vez que humilde (en un borrico, y no a caballo como un rey guerrero), es como un anuncio del triunfo de su Resurrección, en la que resplandece un triunfo y una gloria diferentes de los poderes y glorias del mundo. Un triunfo muy diferente del que esperaban aquellos que aclamaron a Jesús en su entrada a Jerusalén. Siempre más allá de nuestras expectativas y criterios. Y es que celebramos la Semana Santa un año más, para entrar un poco más en esa Vida de Jesús que siempre es nueva. 

El Tercer Canto del Siervo de Yahveh (Is 50, 4-7), que sirvió a los primeros cristianos para meditar la Pasión de Jesús, nos invita también a nosotros a acercarse al misterio de este Mesías que "aprendió, sufriendo, el camino de la obediencia" (Hebreos 5,8, como escuchábamos el domingo pasado) y es el verdaderamente capaz de "decir al abatido una palabra de aliento". Y el himno de la Carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11) resume todo el camino de este Mesías que veremos culminar en estos días: un camino de abajamiento, de entrega de sí, de vaciarse en favor de los demás, "obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz". Un camino que expresa la comunión con el corazón del Padre que es amor y entrega, y por eso es el que lleva el nombre del mismo Dios, el del verdadero señorío y gloria. 

Las dos lecturas nos introducen a la Pasión del Señor. Puede ser bueno recordar que el relato de Marcos, que escuchamos hoy, es el primer relato evangélico de la Pasión, anterior a los otros tres (alguien ha apuntado que tal vez el Evangelio de Marcos se escribió para presentar toda la vida de Jesús "en una sesión", tal vez en la celebración pascual, y por eso es tan breve). Entre otras muchas características, cabe apuntar su ritmo rápido, y "en presente", que nos invita a "entrar" en la escena que se está contando. Porque, en verdad, nos involucra a nosotros. 

Un relato aparentemente sencillo, pero lleno de trasfondo, que nos asoma al Misterio. Es la revelación de Dios en lo que parecía lo más opuesto: la cruz, la muerte, el fracaso, el abandono, la experiencia de desprecio. Al final, un extranjero, ajeno a toda la tradición bíblica, abre los ojos y confiesa: "realmente este hombre era Hijo de Dios". 

De entre los muchos detalles para meditar, uno aludido por el salmo que hoy rezamos, el mismo salmo 21 que Jesús rezó en la cruz (en aquel tiempo los libros bíblicos no tenían título ni números, y se citaban por sus primeras palabras): "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Como ha señalado el teólogo Secundino Castro, la reacción de los circunstantes, cuando piensan, confundidos, que Jesús está llamando a Elías ("Elyah tha") nos permite identificar el verso concreto que Jesús pronuncia: "Elí atha": (desde el vientre materno) Tú eres mi Dios (Samo 21, 11), la confesión de fe, con referencias de ternura materna y confianza filial, con que Jesús concluye su vida. 

Meditemos estos días la Pasión del Señor, para adentrarnos en el Misterio de su amor, su entrega. Para descubrir la Vida Nueva que nos ofrece. 

“Él murió a lo sensitivo, espiritualmente en su vida y naturalmente en su muerte. Porque, como él dijo, en la vida no tuvo dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20) y en la muerte lo tuvo menos (…) Al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad, según la parte inferior. Por lo cual fue necesitado a clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? (Mc 15,34). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en s vida. Y así, en él hizo la mayor obra que en toda su vida con milagro y obras había hecho ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por gracia con Dios. 

S. Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II, 7, 9


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