sábado, 24 de febrero de 2024

"Este es mi Hijo, el amado. ¡Escuchadlo! (Mc 9, 2-10)


El segundo Domingo de Cuaresma nos recuerda que nos dirigimos y nos preparamos para la Pascua, al poner ante nuestra mirada a Jesús transfigurado. La nube que cubre a Jesús (junto con Moisés y Elías) y sobre todo, la luz resplandeciente de sus vestiduras, revela su divinidad, y es anuncio de su resurrección,  aludida en el relato. 

El hecho acontece "seis días después" (Mc 9, 2. El leccionario ha sustituido esta precisión por el comienzo convencional "en aquel tiempo..."). Seis días después de que, en el camino a Cesarea de Filipo, Pedro lo haya confesado como el Mesías (Mc 8, 28), y Jesús haya comenzado, "con franqueza", a "enseñarles que el Hijo del Hombre tenía que padecer  mucho, ser rechazado por los sumos sacerdotes y los letrados, sufrir la muerte y después de tres días resucitar" (Mc 8, 31-32). El camino de Jesús, el Mesías, se ha vuelto un camino difícil de aceptar para los discípulos (cfr. Mc 8, 33, Pedro reprendiendo a Jesús), que (aun después de la Transfiguración) "no entendían lo que les decía y temían preguntarle" (Mc 9, 32). La transfiguración viene a revelar, precisamente, la luz interior de ese camino que para los discípulos se ha vuelto tenebroso, incierto. Una luz refrendada por las Escrituras: Moisés y Elías (símbolo de "La Ley y los Profetas", el conjunto la revelación en el judaísmo) que conversan con Jesús. 

Esta experiencia es, para los discípulos, una especie de prefiguración, un impacto que aún no son capaces de entender. Se sienten interpelados por esta visión (Pedro "no sabía qué responder") y a la vez atemorizados, confusos. Pedro, que en Cesarea reconoció a Jesús como Mesías, ahora lo llama simplemente "maestro" y parece equipararlo con Moisés y Elías. Tampoco tienen claro "qué era eso de resucitar de entre los muertos". Y quieren quedarse en ese monte, en lugar de continuar el camino que lleva a la cruz (y a la resurrección). Frente a esta confusión, la voz del Padre (la misma que en el bautismo le dijo "Tú eres mi Hijo, mi predilecto" (Mc 1,11) proclama: "este es mi Hijo amado. ¡Escuchadlo!" (estas dos proclamaciones culminaran con la Pasión, cuando Jesús ore al Padre con el salmo 22 -salmo de confianza en medio del abandono- y el centurión reconozca: "realmente este hombre era Hijo de Dios" Mc 15, 34-39). Y los discípulos "ya no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos". 

La transfiguración proclama a Jesús como Señor, el único, que nos acompaña. El que ilumina, desde dentro, todo camino de amor y de fidelidad, en medio de sus dificultades, incertidumbres y oscuridades. Con una luz que, como los discípulos, nosotros a veces atisbamos y no somos capaces de entender, y que sólo al final del camino, ("a la tarde", como diría S. Juan de la Cruz), llegamos a comprender.

La liturgia nos ofrece hoy otra reflexión y otra vertiente de este Señorío de vida de Jesús, en el relato del sacrificio de Isaac (Génesis, 22) y la entrega de Jesús (Romanos 8 31-34). 

El relato del Génesis transmite una doble enseñanza: por un lado, la confianza que Dios pide y que resplandece en Abraham (la entrega de su hijo, además de lo que esto implica para el corazón de un padre, significaba la disposición a sacrificar todo su futuro, todo su horizonte y sus planes). Por otro, que Dios no quiere sacrificios humanos. Era importante este aviso en el entorno de Palestina, donde éstos eran práctica común entre los pueblos vecinos y se dieron en el mismo Israel (cfr. Sal 106, 37). Y lo sigue siendo para nosotros, que a veces podemos olvidar que cada persona humana tiene un valor absoluto, no se puede sacrificar a otros valores (la economía, por ejemplo...). Tampoco, en nombre de valores religiosos, se puede imponer a una persona algo que la destruya.

En la reflexión de Pablo, en la carta a los Romanos, encontramos que Dios, el que ama tanto a cada ser humano que no quiere la muerte de nadie, nos ha entregado, por ese mismo amor, a su propio Hijo. Jesús, unido al Padre por amor, se entregó por nosotros. Conocer esto, caer en la cuenta de este amor, nos lleva a una confianza total en Dios. 

Una confianza que conlleva una paradoja y un discernimiento. Con Jesús, podemos afrontar caminos oscuros, de cruz, guiados por esa luz que interiormente (de forma escondida incluso a nosotros mismos) nos guía a la vida. El testimonio de tantas personas que han hecho de su vida una entrega de amor (en una vida dedicada a los demás, bien sea en obras conocidas por todos o escondidas en la intimidad de una familia o de una pequeña comunidad; o incluso en el martirio) y que han sembrado vida a su paso, ilustra la fecundidad de esta entrega, arraigada, con Jesús y como Él, en el amor del Padre, en saberse amados por El. No se trata de "sacrificios humanos", de exigencias excesivas que destruyen a la persona, sino de una entrega que lleva a la vida. La diferencia entre una cosa y otra puede ser, a veces, sutil, y por eso es necesario el discernimiento para distinguirlas. Señales para ello son la experiencia del amor y la libertad (sin imposición, sin manipulación) que acompañan a Jesús, que están como en la entraña de su experiencia ("nadie me quita la vida, sino que yo la entrego voluntariamente" Jn 10,18) y que en su actuar, y su relación con cuantos se encuentra. 

En la Eucaristía somos invitados a ofrecer a Dios lo que somos y tenemos, con el pan y el vino. Este sacrificio no es de holocausto, sino de comunión. Lo que ofrecemos, Dios no lo destruye, sino que lo consagra con su Presencia, para que vuelva a nosotros, para transmitiéndonos su Vida, para ser compartido. De hecho, en la Eucaristía, tras invocar al Espíritu para que consagre el pan y el vino convirtiéndolos en Cuerpo y Sangre, en presencia vida de Jesucristo, se invoca de nuevo al Espíritu para que nos consagre a cuantos participamos, congregándonos en la Unidad y haciéndonos capaces de participar en la Misión que Jesús nos encomendó.

"A la tarde te examinarán en el amor. Aprende a amar, como Dios quiere ser amado, y deja tu condición" (S. Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor)


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

domingo, 18 de febrero de 2024

"El Espíritu empujó a Jesús al desierto" (Mc 1, 12-15)

 

El Miércoles de Ceniza comenzamos el tiempo de Cuaresma, tiempo de preparación para vivir la Pascua, para renovar en ella nuestro Bautismo, nuestro seguimiento de Jesucristo. 

En estos domingos, las primeras lecturas nos irán llevando a través de las sucesivas alianzas que Dios hace con la humanidad, hasta anunciar (en el domingo V) la alianza nueva que Dios hará en los tiempos del Mesías, entregándonos su Espíritu para que podamos vivirla en verdad. En esa historia de alianzas aparecen reiteradamente, por una parte, la inconsistencia de la humanidad y su pecado, y por otra parte la fidelidad creativa de Dios, que una y otra vez vuelve a tender su mano y abre nuevos caminos. Hoy escuchamos la alianza que sigue al diluvio, una historia que, de manera simbólica (con un lenguaje oriental de hace tres mil años o más), alude a algo muy actual: cómo el pecado (egoísmo, falta de conciencia) provoca el desequilibrio, la catástrofe (pensemos, por ejemplo, en la crisis ecológica). Pero Dios, aun en medio de ello, salva y renueva. La primera carta de Pedro recuerda este relato, también de forma simbólica, enlazándolo con el bautismo, que nos une a Cristo Resucitado, el que se entregó por nosotros para conducirnos a Dios, y nos invita a poner nuestra realidad ante Él, orando que Él, con su Espíritu, nos ayude a vivir con una conciencia nueva, limpia, renovada.

Todo ello tiene que ver con el Evangelio que hoy escuchamos. El Espíritu empuja a Jesús al desierto, donde Él va a enfrentar sus tentaciones: las que le acecharán durante toda su vida.  para desenmascararlas y para así vencerlas siempre. 

El texto, tan breve, está lleno de alusiones y simbolismo. Los 40 días de Jesús en el desierto  recogen los 40 días que estuvo Moisés en el Sinaí, cuando recibió la Ley (Ex. 3,28), y los 40 años que anduvieron los hebreos por el desierto: el camino que los llevó de la esclavitud a la libertad, a convertirse en el pueblo de Dios. Jesús rehace ese camino y nos traerá la Ley definitiva. Por otra parte, Jesús es llevado al desierto como el chivo expiatorio del que habla el Levítico (Lv 10, 10). Un momento antes, Marcos nos mostraba a Jesús, proclamado por el Padre como su Hijo amado, en el bautismo en el que se había unido a los pecadores que recibían el bautismo de Juan (Mc 1, 1-11). Jesús, el Hijo amado, se hace cargo de nuestro pecado, de nuestra historia de división y de alejamiento de Dios, de nuestras tentaciones. Va al desierto para enfrentar el mal, y vencerlo. Y lo hace, como decía Pedro (1 Pe 3, 18), para conducirnos a Dios. 

Más aún: Jesús, en medio de las fieras y servido por los ángeles, es imagen de Adán, el primer ser humano, en el Paraíso (la literatura judía habla de cómo Adán vivía entre los animales, en una armonía que se rompió por su pecado, y era servido por los ángeles). Marcos nos está hablando de un nuevo comienzo, de la restauración del plan de Dios para la humanidad. Y para cada uno de nosotros. Así también podemos entender los versos siguientes: "se ha cumplido el plazo, el Reinado de Dios está cerca".

El Evangelio nos llama a a convertirnos. La Cuaresma nos empuja también a buscar momentos de soledad, de silencio, de "desierto". Para enfrentar, también, nuestras tentaciones. Y no se trata de un "recuento de pecados" repasando los Mandamientos, sino algo más hondo (¿cuánto de nuestra agresividad es miedo, cuánto de nuestro egoísmo y soberbia es inseguridad, cuánto de nuestra lujuria es ansia de amor y de hermosura...?). Nos llama a recomenzar nuestro camino de seguimiento de Jesús. ¿Qué hay de la alegría, de la paz, de amor de Dios que se nos ha transmitido en el bautismo? ¿Qué hay de las mejores experiencias de Dios que has vivido, donde has vislumbrado algo de esa paz y alegría, donde has sentido esa fuerza y ese ánimo?  Volver sobre nuestro camino vital, desde la Buena Noticia que Jesús nos ofrece y nos invita a creer: el Dios Abbá que Él conoce y nos invita a conocer, el que conoce nuestra historia y la mira con amor. Con Jesús, que se ha hecho nuestro hermano, somos invitados a rehacer nuestro camino, el que nos ha de llevar a Vida Nueva.  

"Cuenta una historia, que un día estaba Mullah en la calle, a cuatro patas, buscando algo, cuando se le acercó un amigo y le preguntó: – Mullah, ¿qué buscas? Y él le respondió: – Perdí mi llave. – Oh, Te ayudaré a encontrarla. Se arrodilló y luego preguntó: – ¿Dónde la perdiste? – En mi casa. – Entonces, ¿por qué la buscas aquí afuera? – Porque aquí hay más luz. 

Aunque parezca cómico, a veces nos pasa algo parecido... Nos cuesta más buscar dentro, y entrar en nuestros rincones oscuros... Pero podemos hacerlo, porque donde vayamos, nos acompaña la mirada del Maestro, que nos da luz"

Mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

sábado, 10 de febrero de 2024

"Puedes limpiarme" (Mc 1, 40-45)

 


Antes de entrar en la Cuaresma, contemplamos otro gesto sanador de Jesús. De nuevo, aparece su poder para vencer el mal. A diferencia de los sacerdotes de la Ley, que sólo podían diagnosticar la enfermedad y declarar impuro a un enfermo (como vemos en la lectura de Levítico, 17), Jesús puede curarlo. En las cartas a los Romanos y los Gálatas, S. Pablo hablará de cómo la Ley pone de manifiesto el pecado, pero es incapaz de sanarlo. Es el Espíritu de Dios quien puede transformar el corazón humano.

Para curar a este leproso, Jesús lo toca. La Ley prohibía tocar a los leprosos, e incluso acercarse a ellos, para evitar el contagio (la pasada pandemia nos ha hecho, por cierto, experimentar algo de esas prohibiciones de contacto, de la sensación de aislamiento humano que conllevaban, y de cómo hemos buscado caminos para superarla). Jesús, sin embargo, extiende su mano (como Dios extiende su brazo para salvar, salmo 136) y lo toca. Pero no se contagia Jesús de la lepra del enfermo, sino que le "contagia" a él su vida (y una Buena Noticia que no podrá menos que "pregonar bien alto"). De nuevo, Jesús transgrede las normas, como al curar en sábado. No para destruir la Ley, sino para purificarla  ("no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento" Mt 5, 17). De hecho, lo anterior se puede "leer" en esa clave: Jesús purifica la sinagoga (en la que había un espíritu inmundo que poseía a un hombre), lleva la salud a la casa de Pedro... Purifica la religión de su rigidez y su búsqueda de seguridad en el cumplimiento de normas. Y con ello, por cierto, nos invita también a nosotros a plantearnos cómo y por qué hacemos las cosas. 

El Evangelio nos brinda también la clave de esa purificación. No será la lógica del pensamiento fariseo (separar y eliminar lo considerado "impuro"), sino precisamente esa capacidad de alcanzar lo humano, de tocar la persona. Es la compasión que conmueve a Jesús. El término que usa Marcos (y que se ha traducido como "compadecido", habla de un Jesús que se conmueve, que incluso se estremece ante la situación de aquél hombre enfermo y aislado totalmente de la sociedad. Y que por eso alarga su mano, atravesando aquellas barreras invisibles de rechazo y marginación, para alcanzarlo.  

Una compasión que llevará a Jesús a "padecer con" el hombre al que sana. A partir de ese momento, Jesús "ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo", pues legalmente se ha vuelto él también "impuro" por tocar al leproso. Pero eso no merma su capacidad de llegar a todos. 

El Evangelio nos invita, hoy, a ponernos ante Jesús, para dejarnos limpiar por El. De aquello que nos duele. Y también de aquello que nos impide llegar a otros, compadecernos, y vivir de forma  humanizadora. El día del enfermo, que hoy celebramos (este año, centrando el foco en las enfermedades psíquicas y la necesidad de acompañamiento) y la Campaña contra el Hambre de Manos Unidas nos hablan de dimensiones prácticas de ese "extender la mano" para llegar a tantos que sufren, de forma sanadora.

Así lo hacía Pablo, el que (como escuchábamos el domingo pasado), se ha hecho "todo a todos", "no buscando mi propia ventaja, sino la de los más posibles", y que hoy nos dice: "sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo".

 


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

sábado, 3 de febrero de 2024

"...la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles" (Mc 1, 29-39)


Jesús sale de la sinagoga, donde había predicado con autoridad y liberado a un hombre del espíritu inmundo que lo dominaba. Lleva ahora su acción a la casa. En Marcos, la casa es un símbolo de la comunidad, de esa Iglesia que se construye no sólo en los templos, sino sobre todo en lo cotidiano, en la convivencia. De hecho, esa casa de Simón se convertirá en el lugar que congrega y atrae a muchos hacia Jesús. 

Jesús cura a la suegra de Simón que tiene fiebre. Para ello, rompe varias "barreras" de convencionalismos religiosos y culturales: entrar en la alcoba de una mujer, tomarla de la mano (se consideraba impuros a gran parte de los enfermos, y tocar a alguien impuro "contagiaba" la impureza...), y curar en sábado. El descanso del sábado, para Jesús, no es un conjunto de normas, sino una oportunidad de cultivar lo que sana y construye a la persona. 

En la fiebre de aquella mujer, postrada en la cama, podemos ver un reflejo de los sufrimientos que narra Job en la primera lectura (Job 7, 1-4. 6-7), de las enfermedades, las miserias y de la falta de horizontes que hunden a tantas personas. "El Señor sana los corazones destrozados" (Salmo 146). 

También, esa fiebre (rodeada de barreras sociales) alude a otras fiebres, que con frecuencia nos debilitan y hacen caer: fiebres de prejuicios e ideologías, fiebres ambición que no dejan ver lo verdaderamente valioso, fiebres de búsqueda de placer que alejan de la verdadera felicidad, fiebres de  orgullos, de rencores... El Evangelio, hoy, nos invita a "ponernos el termómetro", a auscultar nuestra vida, para hablar de ellas a Jesús, como hacen Simón y Andrés. Para dejarle entrar en nuestra morada, y tomarnos de la mano, para que nos ponga en pie.  

Cuando Jesús levanta a esta mujer, le cura la fiebre y le trasmite su misma libertad: ella se pone a servirles, sin atarse a los preceptos del sábado. Curada por Jesús, el Servidor, ella también se hace servidora. 

El Evangelio también nos descubre, hoy, un aspecto fundamental de la vida de Jesús, que tiene que ver con su poder para curar, con su libertad, con su sabiduría: la oración. A pesar de haber tenido una jornada intensa, que se alargó en la noche, Jesús madruga, y en la oscuridad busca un momento para dialogar, profundamente, con el Padre. Lo hará también en otros momentos importantes, como al escoger los apóstoles, o cuando se sienta angustiado por la proximidad de su pasión y muerte. En ese diálogo cultiva el amor que le une al Padre y que le ayuda a vivir siempre en sintonía con su voluntad. Un día, los discípulos, intuyendo esta importancia de su oración, le dirán: "enséñanos a orar" (Lc 11,1)

De ahí le viene la lucidez y la misericordia con la que atiende a cuantos vienen a Él, en la noche (vienen a Jesús para que los cure, pero esperan a que pase el sábado: no siguen la libertad que Jesús enseña, permanecen atados a los convencionalismos y costumbres). Y, a la vez, no se deja atrapar por ellos, que pretenden retenerlo ("todo el mundo te busca"), y continúa su camino.

"Porque para eso he salido". Jesús vive en salida, va al encuentro de las gentes. Como hoy se nos pide a nosotros: vivir en salida, acercarnos a las periferias, a quien puede estar postrado o pedir nuestra ayuda desde su noche. Como hace Pablo: "me he hecho débil con los débiles... me he hecho todo a todos, para ganar, como sea a algunos"  (1 Cor 9, 16-23). Él conecta con la experiencia de la suegra de Pedro. Él también fue levantado y curado de fiebres (la fiebre de su autosuficiencia de cumplidor de la ley, la fiebre de su intransigencia...). Y ahora sirve, llevando el Evangelio, de balde. Vivir el Evangelio, hacerlo presente, servirlo, "para participar de sus bienes", para entrar en él.  


Lecturas de hoy (ciudadredonda.org)

  En los primeros domingos de Pascua, el Evangelio narra los encuentros de Jesús Resucitado con los discípulos. En los tres siguientes, ante...