Hoy escuchamos una de las palabras de Jesús en la Última Cena.
En ese momento de intimidad de Jesús con los discípulos, lleno de intensidad (“sabiendo Jesús que había llegado su hora de
pasar de este mundo al Padre…” Jn 13,1) Juan nos transmite un conjunto de
enseñanzas sobre Jesús y sus discípulos. La primera de ellas ha sido el gesto
de lavar los pies de los discípulos.
Permanecer, que es
imprescindible para forjar relaciones humanas auténticas, y para realizar
proyectos vitales, para llegar al término de un camino. La fe no es el
entusiasmo de un momento (aunque pueda nacer ahí). Se forja en la constancia,
en un tejer, con paciencia y fidelidad, una relación personal con Dios. Implica,
muchas veces, saber esperar, sin dejarse llevar por sentimientos que nos
descentran, o por corrientes que arrastran.
Permanecer
arraigados en Jesús. Ante las situaciones que la vida nos va presentando, ¿en
qué criterios nos fundamos? ¿qué actitudes cultivamos? ¿dónde nos apoyamos, de
dónde sacamos fuerza y orientación?
De ese permanecer y dar fruto nos habla la carta de San Juan,
invitándonos a amar “de verdad y con
obras”. Y llamándonos a la confianza: hay momentos en que las situaciones
nos revuelven, nuestra conciencia puede torna insegura y se vuelve contra
nosotros en una autocrítica destructiva. Pero “Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” y nos invita a
caminar (con nuestras limitaciones) en la confianza y el amor. Juan nos invita
a guardar este mandamiento: creer en Cristo, y amarnos como él nos mandó. Creer
en Cristo que, entre muchas otras cosas, es creer en el amor de Dios a ti (a
cada uno de nosotros, pero de forma totalmente personal), remitirnos a ese amor
que es fuente y raíz, para poder amar y aprender a hacerlo como él nos enseña.
De esta forma, las situaciones dolorosas y difíciles, las
pérdidas, el encuentro con nuestra fragilidad y limitación, puede vivirse como
la poda de que habla en el Evangelio. En los campos de la Mancha, al final del
invierno se ven las vides reducidas casi al tronco. El paisaje, para quien ha
visto unos meses antes las cepas cubiertas de hojas y frutos, podría ser
desolador. Pero es, justamente, el paso previo a un brotar de nuevas ramas,
llenas de frutos.
«“Permaneced en mí”. Es
el Verbo de Dios quien da este mandato, quien expresa esta voluntad. Permaneced
en mí, no por unos momentos, por unas horas pasajeras, sino «permaneced...» de
forma permanente, habitual.
Permaneced en mí, orad
en mí, adorad en mí, amad en mí, sufrid en mí, trabajad, obrad en mí.
Permaneced en mí para
tratar con las personas y con las cosas, entrad cada vez más adentro en esta
profundidad.
Mas para escuchar esas
palabras tan misteriosas, no hay que detenerse, por así decirlo, en la superficie:
es preciso entrar cada vez más en el Ser divino mediante el recogimiento “Yo
sigo corriendo”, exclamaba san Pablo [Flp 3, 12]. Así también nosotros debemos
bajar día a día por ese sendero del Abismo que es Dios.
Dejémonos deslizar por
esa pendiente con una confianza cuajada de amor»
(Sta. Isabel
de la Trinidad)