domingo, 28 de abril de 2024

"Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 1-18)

 

Hoy escuchamos una de las palabras de Jesús en la Última Cena. En ese momento de intimidad de Jesús con los discípulos, lleno de intensidad (“sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…” Jn 13,1) Juan nos transmite un conjunto de enseñanzas sobre Jesús y sus discípulos. La primera de ellas ha sido el gesto de lavar los pies de los discípulos.

 Jesús habla hoy con otra imagen familiar en aquel mundo agrícola, la de la vid, que ya había utilizado en varias parábolas (el dueño de la vid que va contratando obreros a lo largo del día, los viñadores homicidas, el padre que envía a sus hijos a trabajar…). También los profetas han usado esta imagen. Isaías (5 , 1-7) narra con ella, la historia de Dios que “planta” a su pueblo y lo cuida, pero no encuentra el fruto de esperaba: “la viña del Señor es la casa de Israel, y los hombres de Judá su plantel preferido. Esperaba de ellos justicia, y ahí tenéis: violencia…”

 Con Jesús, Dios vuelve a reescribir la historia. Ahora, la viña se convierte en una sola vid, y es unidos a esa vid verdadera como damos frutos.  

 (Cabe aquí apuntar un dato que aquellas gentes del campo conocían: un sarmiento, desgajado de la vid, sí tiene una posibilidad de dar fruto: si se planta en tierra, echa raíces y se convierte en una nueva vid. Pero sería otra vid. Si volvemos con atención sobre el Evangelio del domingo pasado encontraremos otro planteamiento para pensar: se puede pedir a un pastor que defienda sus ovejas, pero ¿quién le pediría que llegara a morir por ellas? En estos pasajes, apunta una “lógica” diferente. La Bondad del Buen Pastor, y la Verdad de esta vid auténtica, van más allá de nuestros conceptos y nos invitan a abrir nuestra mente a la “lógica” de Dios, siempre mayor).

 Jesús, que está unido al Padre (“el Hijo único, que está en el seno del Padre” Jn 1, 18) es la vid. Y es unidos a Él como nuestra vida tiene fecundidad auténtica. El Evangelio repite varias veces el verbo permanecer (que habla de arraigo y a la vez, como verbo, significa acción). Una unión como la de la rama al árbol: arraigarnos en Jesús, recibir de Él la savia vital, conectarnos con sus propias raíces, ser uno con El para dar sus mismos frutos.

 Permanecer: una propuesta contracultural en esta sociedad “líquida” donde todo parece efímero (también los principios y los vínculos), y a la vez nos deja insatisfechos (una flor del Principito de Antoine de Saint-Exupéry, decía de los hombres: “nunca se sabe dónde encontrarlos. El viento los pasea. Les faltan las raíces. Esto les molesta”). Y donde, también, la necesidad de ser fecundos, dar frutos, se convierte con frecuencia en desencanto o en defensa un poco cínica de la mediocridad y la banalidad.

Permanecer, que es imprescindible para forjar relaciones humanas auténticas, y para realizar proyectos vitales, para llegar al término de un camino. La fe no es el entusiasmo de un momento (aunque pueda nacer ahí). Se forja en la constancia, en un tejer, con paciencia y fidelidad, una relación personal con Dios. Implica, muchas veces, saber esperar, sin dejarse llevar por sentimientos que nos descentran, o por corrientes que arrastran.

Permanecer arraigados en Jesús. Ante las situaciones que la vida nos va presentando, ¿en qué criterios nos fundamos? ¿qué actitudes cultivamos? ¿dónde nos apoyamos, de dónde sacamos fuerza y orientación?

De ese permanecer y dar fruto nos habla la carta de San Juan, invitándonos a amar “de verdad y con obras”. Y llamándonos a la confianza: hay momentos en que las situaciones nos revuelven, nuestra conciencia puede torna insegura y se vuelve contra nosotros en una autocrítica destructiva. Pero “Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” y nos invita a caminar (con nuestras limitaciones) en la confianza y el amor. Juan nos invita a guardar este mandamiento: creer en Cristo, y amarnos como él nos mandó. Creer en Cristo que, entre muchas otras cosas, es creer en el amor de Dios a ti (a cada uno de nosotros, pero de forma totalmente personal), remitirnos a ese amor que es fuente y raíz, para poder amar y aprender a hacerlo como él nos enseña.

De esta forma, las situaciones dolorosas y difíciles, las pérdidas, el encuentro con nuestra fragilidad y limitación, puede vivirse como la poda de que habla en el Evangelio. En los campos de la Mancha, al final del invierno se ven las vides reducidas casi al tronco. El paisaje, para quien ha visto unos meses antes las cepas cubiertas de hojas y frutos, podría ser desolador. Pero es, justamente, el paso previo a un brotar de nuevas ramas, llenas de frutos.

«“Permaneced en mí”. Es el Verbo de Dios quien da este mandato, quien expresa esta voluntad. Permaneced en mí, no por unos momentos, por unas horas pasajeras, sino «permaneced...» de forma permanente, habitual.
Permaneced en mí, orad en mí, adorad en mí, amad en mí, sufrid en mí, trabajad, obrad en mí.
Permaneced en mí para tratar con las personas y con las cosas, entrad cada vez más adentro en esta profundidad.
Mas para escuchar esas palabras tan misteriosas, no hay que detenerse, por así decirlo, en la superficie: es preciso entrar cada vez más en el Ser divino mediante el recogimiento “Yo sigo corriendo”, exclamaba san Pablo [Flp 3, 12]. Así también nosotros debemos bajar día a día por ese sendero del Abismo que es Dios.
Dejémonos deslizar por esa pendiente con una confianza cuajada de amor»
                (Sta. Isabel de la Trinidad)


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

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