Las lecturas, hoy, comienzan recordando a Melquisedec, una
figura misteriosa (Hebreos, 7, 2-3 nos dice que es “rey de justicia… rey de paz…, sin genealogía, sin comienzo de días, ni
fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre”).
Melquisedec, en nombre de Dios, bendice a Abraham con un sacrificio de pan y
vino. El Salmo 109, anunciando al Mesías vencedor (sentado a la derecha del
Señor, engendrado antes de la aurora)
vuelve a hablar de ese sacerdocio y “rito
de Melquisedec”.
Y ese sacerdocio, y ese misterioso rito del pan y el vino
que expresa la victoria y la bendición de Dios, se esclarecen en la Última Cena.
En “la noche en que iba a ser entregado”
(1 Cor 11, 23), Jesús, en el pan y el vino, entrega a sus discípulos su persona
(mi cuerpo, en el lenguaje de un judío del siglo I) y su vida (mi sangre). Y nos encomienda: “haced esto en memoria mía”.
La Eucaristía es memoria de la vida de Jesús, entregada
hasta la muerte, (“proclamáis la muerte
del Señor”, 1 Cor 11, 2). Su vida sacrificada,
entregada por nosotros, es el sacerdocio,
el puente que nos hace posible
llegar a Dios, que nos comunica la vida de Dios, el que vence a la muerte y el
mal.
El Evangelio nos acerca a este misterio desde otra
perspectiva. Nos cuenta cómo ha transcurrido esa vida de Jesús (esa entrega, en
el día a día): “acogiéndola, hablaba a la
gente del reino, y sanaba a los que tenían necesidad de curación”. Y narra el
signo que Jesús hace, al alimentar a la multitud con cinco panes y dos peces. Él
no sólo habla de Dios, sino que se hace cargo de las necesidades de la gente. E
invita a los discípulos a asumir esa solicitud, a ofrecer confiadamente lo que
tienen y son, aunque sea poco (“no
tenemos más que cinco panes y dos peces”), y transmitir lo que Él les va
dando.
La Iglesia se va construyendo en ese compartir, y ese poner
en manos de Dios lo que tenemos, y transmitir lo que recibimos de Él.
La Eucaristía nos reúne para compartir nuestra fe, en
comunidad y para compartir nuestra vida con Dios, y acoger lo que Él nos ofrece.
Los diversos momentos de la Misa nos invitan a ello: poner ante Él nuestra
fragilidad, acogiendo su misericordia, y ofrecerle lo que somos y tenemos;
pedirle y darle gracias; acoger su Palabra y su Espíritu. Recibirle a Él, para
vivir en memoria suya. Para que
nuestra vida, de alguna manera, anuncie, sea signo de esa vida de Jesús
entregada por nosotros.
Hoy es el día de la Caridad. La acogida y la ayuda a los
necesitados hace concreto ese compartir. Es signo del reino: de ese amor y de esa presencia de Jesús, que se hace cargo
de la realidad y responde de forma sanadora, ayudando a cada persona a
desarrollar su vida.
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