domingo, 29 de diciembre de 2024

"Estar en las cosas de mi Padre" (Lc 2, 41-52)

 

Escuchamos hoy el final de lo que se ha llamado el Evangelio de la infancia de Jesús (capítulos 1 y 2 de Lucas). Nos anuncia temas fundamentales que encontraremos después: el diálogo (o debate) de Jesús con la Ley y sus maestros, Jerusalén y el templo, la muerte y resurrección (aludidas en esos tres días de búsqueda angustiada en Jerusalén). En el centro están las palabras de Jesús, centrado en “las cosas de mi Padre”. A ellas (el Reino, el anuncio de su amor, su voluntad…) dedicará su vida. Y con ellas conjuga su vida familiar en este momento: reconoce también a José como padre humano (en Patris Corde, el Papa Francisco nos habla de José como auténtico padre de Jesús, aunque no sea padre biológico), vive en Nazaret “sujeto a ellos”, y va “creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia”. En dos pinceladas, Lucas esboza una convivencia familiar que se funda en el amor y que también, como toda familia, tiene angustias y dificultades de comprensión mutua. Las iluminan dos actitudes religiosas: la de María, que “conservaba todo esto en su corazón” (y lo meditaba, como nos hace saber Lc 2, 19) y la de Jesús, que busca la voluntad del Padre.

La familia es fundamental en nuestra vida. En ella nacemos y aprendemos a vivir, a amar. Por ello, Jesús se refiere a Dios como Padre (también Madre, como S. Juan Pablo II decía), y nos dice que “todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8). Las relaciones de amor familiar nos preparan para poder afrontar la vida, y también para comprender cómo nos ama Dios, y cómo podemos responderle.

Por eso, la fidelidad a Dios se expresa en una serie de actitudes que configuran también las relaciones en la familia. De ellas nos habla Pablo en la carta a los Colosenses, partiendo de la conciencia y experiencia de que somos amados por Dios y contamos con la ayuda del Espíritu, el que nos hace santos, nos transmite la vida de Dios.

En el contexto actual, conviene aclarar los últimos versículos. Pablo reparte, retóricamente, unas dimensiones del amor que son comunes a todos. Igual que las mujeres aman a los maridos (no sólo los maridos a las mujeres), los maridos han de vivir en disposición de escucha y atención hacia sus mujeres. La “sumisión” que indica Pablo (la expresión original también se ha traducido como “vivir bajo la autoridad de” o “someterse a”) no es una sumisión servil, ni una relación de inferioridad, sino una actitud de escucha, de atención, que se viven mutuamente en el matrimonio. Y que vemos también en la familia de Nazaret: José y María que buscan a Jesús, Jesús que, sabiéndose Hijo de Dios, permanece “sujeto a ellos”… Por cierto, en ese pasaje es muy significativo (chocante, incluso, en aquella cultura en la que era el hombre quien tenía voz), que sea María la que tome la palabra.

Vale la pena releer el texto de Colosenses 2, 12-21, para meditar e intentar hacer vida todo lo ahí propuesto: compasión, humildad, mansedumbre, paciencia, perdón, paz, amor…



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miércoles, 25 de diciembre de 2024

"El Verbo de hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 1-18; Lc 2, 1-14)

 

En esta fiesta de la Natividad del Señor, podemos leer el Evangelio de la Misa del día (Jn 1, 1-18) junto con el de la Misa del Gallo (Lc 2, 1-14). Lucas relata el nacimiento de Jesús como hecho histórico (aunque con muchos elementos teológicos). Juan nos asoma a verlo “desde dentro”, desde su significado.

En cierto sentido, lo cuenta también desde el “final” de esta historia: “hemos contemplado su gloria: gloria como del Hijo único del Padre”. Los que fueron testigos de la vida y la muerte de Jesús y se encontraron con Él resucitado, han experimentado y saben que es el Hijo único de Dios, “lleno de gracia y de verdad”.

Lo que nos acerca al misterio asombroso. Ese niño que no sabe hablar es Dios, que “sostiene el universo con su palabra poderosa” (Heb 1, 1-6), en él está, escondida, la sabiduría que rige el orden del Cosmos. Ese pequeño indefenso, necesitado de todo, es el Hijo, que asume nuestra carne, nuestra realidad débil y limitada. El mismo que vemos en un pesebre y nace sometido a las leyes humanas (como aquel censo), nos salvará también desde la debilidad y pobreza de la cruz. Dios se encarna en nuestra realidad, con todo lo que tiene de limitación y debilidad, para salvarnos “desde dentro”.

Y nos plantea un reto: acogerle. Pues, como pasó en Belén, “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Somos invitados a acoger a Dios en nuestra realidad, con cuanto tiene de ambigüedad, de fragilidad y limitación. Es así que Él podrá iluminar, fortalecer, sanear, abrir horizontes en ella. Y esta acogida pasa por los que nos encontramos en nuestro camino. Él, al nacer, se ha hecho nuestro hermano, y nos hace hermanos a todos.

A cuantos lo recibieron, les dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre”. No es un título honorífico. Es un proceso de transformación de nuestra realidad, que somos invitados a ir viviendo.

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sábado, 21 de diciembre de 2024

"Bienaventurada tú que has creído" (Lc 1, 39-45)

 

El IV Domingo de Adviento es el pórtico de la Navidad. Nos ofrece unas claves para que podamos entrar en ella (no sólo pasar por ella, sino “entrar”). Y a María, que nos acompaña y guía.

María, la que ha creído, ha sido capaz de abrir su corazón y poner su confianza en Dios. Y será la primer testigo de cómo Dios cumple sus promesas: su Palabra es viva y es creadora de vida. Hoy, Lucas pronuncia la primera bienaventuranza: la de aquellos que, como María, creen.

En el relato, además, apuntan algunas dimensiones la fe:

-  la alegría, contagiosa, que produce el encuentro con Dios;

- el impulso a compartir, a comunicar esa vida recibida. María, con Cristo en sus entrañas, no se queda ensimismada, sino que se pone en camino, para llevarlo a los demás. Es imagen de la “Iglesia en salida”, en camino para servir y comunicar vida, anunciar a Cristo.

- la libertad. Es inaudita, en el contexto judío, la libertad e iniciativa de María. Expresa la audacia del Espíritu, y el lugar que tiene la mujer en el Evangelio y ante Dios. Se superan estereotipos, se anuncia una nueva humanidad.

Vale la pena meditar también la Carta a los Hebreos, que nos ayuda a comprender el misterio de la Encarnación: Cristo viene al mundo para vivir haciendo la voluntad del Padre. Esta obediencia no es algo servil, opresor. Es el diálogo del amor (unión de voluntades), en plenitud. De hecho, haciendo la voluntad del Padre es como Jesús muestra sr Hijo amado. Esta es la ofrenda auténtica, que nos transmite la vida de Dios. La que se nos invita a vivir.

Cabe una aclaración sobre lo que significa el cuerpo: la mentalidad occidental identifica a la persona con el “alma” y ve el cuerpo como algo “externo”, algo que se “tiene”. En la mente de Jesús y la primera Iglesia no hay esa separación: somos nuestro cuerpo (aunque no sólo seamos “cuerpo”). Por eso creemos en la resurrección (no en una mera inmortalidad del alma), y en la Eucaristía recibimos a Cristo mismo, su Presencia viva (“Esto es mi cuerpo…”)

Creer y confiar en Dios; amar y vivir en actitud de entrega; salir de nosotros mismos para compartir la vida que se nos ha dado. He aquí tres claves para acercarnos al Misterio que vamos a celebrar. Como María, con ella.


domingo, 15 de diciembre de 2024

"Alegraos en el Señor" (Flp 4, 4-7) "¿Qué debemos hacer? (Lc 3, 10-18)

 

La exhortación de la Carta a los Filipenses da nombre a este tercer domingo de Adviento: “Alegraos” (Gaudete). Después de llamarnos a estar vigilantes y atentos (domingo I), preparar camino al Señor (domingo II), hoy la liturgia nos invita a profundizar otra dimensión esencial de la esperanza: la alegría. Que, en el Evangelio, es “síntoma” de haberse encontrado con Jesús, de sentir la Vida que Él transmite.

Alegraos, porque “el Señor está cerca”. Estamos llamados a recordar esto siempre, en medio de las prisas y de las inquietudes de la vida. Esta palabra nos llama a permanecer abiertos. Juan el Bautista, en el Evangelio aclara que él no es el Mesías (entregar la sandalia a otro, en Israel, era cederle el derecho de “rescatar”, de hacerse cargo de un familiar desamparado, cfr Rut 4,7-8). Juan invita a no rebajar, no limitar las expectativas. Pues aquél que viene “bautizará con Espíritu Santo y fuego”.

Cerca ya de la Navidad, podemos hoy buscar un momento de sosiego, de silencio. Y preguntarnos por nuestras expectativas. ¿Qué esperamos de Dios que viene a nosotros? Y por nuestra alegría. Y abrirnos desde ahí a Dios, el que puede alegrarnos y sorprendernos. “En toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que supera todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.

A la vez, el Evangelio propone actitudes concretas para vivir la bondad que acompaña a nuestra alegría (“que vuestra mesura la conozca todo el mundo”). Juan el Bautista, que anuncia la Buena Noticia y llama a la conversión, propone maneras de vivir la misericordia con los necesitados, y de obrar con justicia y rectitud, según el modo de vida de cada persona. Y al hacerlo, no excluye a nadie, ni siquiera a los publicanos y a los soldados romanos.

Hoy se nos invita a preguntarnos “¿qué debemos hacer?”  Para preparar esta Navidad, tal vez es el momento de visitar a alguien que espera o necesita esa visita; o de reconciliarnos con alguien, o de hacer algún otro gesto que transmita nuestra esperanza.

 porque en todo semejante
Él a ellos se haría
y se vendría con ellos,
y con ellos moraría;
y que Dios sería hombre,                            
y que el hombre Dios sería...

(San Juan de la Cruz)


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sábado, 7 de diciembre de 2024

"Alégrate, llena de gracia" (Lc 1, 26-38)


 Hoy se funden la celebración del Domingo segundo de Adviento con la de la Inmaculada Concepción. María es signo de esperanza para nosotros.

Con demasiada frecuencia, en nuestro mundo vemos corrupción, injusticia, violencia, falta de solidaridad… Tanto es así, que se extiende la idea de que todo eso forma parte de la condición humana hasta el punto de ser inevitable. De que el mal no sólo nos tienta y nos condiciona, sino que llega a determinarnos sin remedio. Lo que hoy celebramos, precisamente, es que no es así. En María vemos el plan original de Dios original: una humanidad libre del mal y de toda corrupción. Para realizarla, se ha encarnado el Hijo de Dios. El alfarero no sólo modela el barro, sino que lo cuece para que la vasija adquiera consistencia y no se vuelva a deshacer. Y el Hijo de Dios ha tomado nuestro barro: ha asumido, en sí mismo, nuestra realidad con toda su debilidad y su historia de pecado; con toda su dimensión de muerte. Lo ha vivido todo (la vida, la fragilidad, la muerte) desde su amor (“semejante en todo a nosotros, menos en el pecado” Heb 2, 17)  y en su Resurrección re-crea una humanidad nueva, sólida, fortalecida, capaz de vencer al pecado y la muerte.

En María contemplamos esta obra realizada radicalmente, desde el principio. Y así, en el Evangelio de hoy vemos, por una parte, al Hijo de Dios que se encarna para salvarnos. Y por otra parte, a María, ese ser humano nuevo, capa de responder a Dios en plenitud. En contraste con Adán, que se esconde de Dios y pone torpes excusas, María pone ante Dios su realidad (incluidas las dificultades: ¿cómo será eso…?) con toda libertad y con toda confianza. En el momento en que Jesús, el Señor se hace Siervo para transmitirnos su libertad, María, la esclava del Señor, nos muestra cómo es una libertad plena, que colabora con el plan de Dios y se realiza plenamente: hace y llega a ser lo que verdaderamente quiere ser, lo que lleva en sí plenitud.

Lo que en María está ya completo desde el principio, en nosotros es camino y aprendizaje, que vamos realizando paso a paso, colaborando con la iniciativa de Dios. Pablo habla de ello en la carta a los Filipenses (1, 4-6; 8-11): “el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante”. Y somos llamados a crecer en el amor, “en sensibilidad para apreciar los valores”, para “llegar al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de Justicia”. Es el propio Cristo el que lo hace posible (“por medio de Cristo Jesús”, y esa plenitud nuestra es “gloria y alabanza de Dios”.

Decir tu nombre, María,
es decir que todo nombre
puede estar lleno de gracia

            (Pedro Casaldáliga)







domingo, 1 de diciembre de 2024

“Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación” (Lc 21, 25-28.34-36)

 

Comenzamos un nuevo año litúrgico, con el Adviento. El Adviento nos habla de Cristo, que ha venido a nosotros, y nació en Belén; que vendrá al fin de los tiempos para completar su obra salvadora; que viene a nuestro encuentro “en cada persona y en cada acontecimiento” (como dice un prefacio de este tiempo), “para que lo recibamos en la fe y para que, demos testimonio, por el amor, de la espera dichosa de su reino”. Aparecen aquí las tres virtudes teologales: la fe que, apoyándose en el testimonio de los apóstoles y evangelistas, nos lleva al encuentro con Jesús; el amor con que acogemos a Jesús en las personas que nos encontramos (Mt 25, 37-40: “conmigo lo hicisteis”); la esperanza que nos sostiene, en medio de las situaciones ambivalentes de esta vida, y nos hace levantar la vista y apoyarnos en Cristo que trae la plenitud que intuimos y buscamos.

Las lecturas nos hablan de esa esperanza, que va ensayando lenguajes nuevos, a través del tiempo, para hablar de esa vida que Dios ofrece. En el siglo VI a.C., Jeremías vive el fracaso de su pueblo (la torpeza de sus dirigentes, la falsedad y la violencia, la invasión y el destierro…), y ahí es testigo de una esperanza nueva: la reconstrucción del pueblo (que se hizo realidad unas décadas más tarde), y la promesa del Mesías, “que hará justicia y derecho en la tierra”. Su proclama, “El Señor es nuestra justicia”, es anuncio de una justicia nueva, al estilo de Dios: justicia que nos justifica, que rectifica nuestra historia, que da sentido a nuestra vida. Que salva.

El Evangelio recoge el lenguaje apocalíptico que se usaba en su tiempo. Esas imágenes, en tiempos desesperados (invasión tras invasión, persecuciones reiteradas… ) expresan la esperanza en el triunfo de Dios (en un mundo que no deja sitio a la verdad y la justicia, se puede comprender que Dios, al manifestarse, sacuda las potencias del cielo y los cimientos de la tierra). Pero, en ese contexto de ansiedad y desfallecimiento, Jesús no invita al miedo, sino a la esperanza: a levantar la mirada y descubrirle a Él, que está cerca. Él, que ha vencido al pecado y a la muerte, y está abriendo caminos de libertad, de paz y justicia, de vida.

Y nos dice: “tened cuidado de vosotros”. Para no dejarnos aturdir: ni por los vicios, ni tampoco por las inquietudes y agobios de la vida. Para no dejarnos atrapar por los vaivenes que suceden en el mundo. Para “manteneros en pie ante el Hijo del hombre”. Pablo nos ayuda a entender esta expresión (1 Ts 3,12-4,2): afianzar nuestros corazones y “rebosar de amor mutuo y de amor a todos”, pues en eso se centra la santidad que Dios nos ofrece.

Es una llamada al discernimiento, a estar atentos: “despiertos en todo tiempo”. Hoy podemos preguntarnos sobre nuestra esperanza. ¿Cómo es? ¿Cómo está? A veces los desencantos la erosionan, y los miedos la ponen a prueba. Siempre necesita renovarse. Esperar es abrirnos a Dios, siempre más grande que nuestros esquemas, que abre caminos nuevos, caminos de vida.

  

Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

 Terminábamos el tiempo de Navidad con la manifestación de Jesús como Hijo de Dios en su Epifanía y en el Bautismo. Hoy contemplamos “ el pr...