Escuchamos hoy el final de lo que se ha llamado el Evangelio de la infancia de Jesús (capítulos
1 y 2 de Lucas). Nos anuncia temas fundamentales que encontraremos después: el
diálogo (o debate) de Jesús con la Ley y sus maestros, Jerusalén y el templo,
la muerte y resurrección (aludidas en esos tres días de búsqueda angustiada en
Jerusalén). En el centro están las palabras de Jesús, centrado en “las cosas de mi Padre”. A ellas (el
Reino, el anuncio de su amor, su voluntad…) dedicará su vida. Y con ellas
conjuga su vida familiar en este momento: reconoce también a José como padre
humano (en Patris Corde, el Papa
Francisco nos habla de José como
auténtico padre de Jesús, aunque no sea padre biológico), vive en Nazaret “sujeto a ellos”, y va “creciendo en sabiduría, en estatura y en
gracia”. En dos pinceladas, Lucas esboza una convivencia familiar que se
funda en el amor y que también, como toda familia, tiene angustias y dificultades
de comprensión mutua. Las iluminan dos actitudes religiosas: la de María, que “conservaba todo esto en su corazón” (y
lo meditaba, como nos hace saber Lc 2, 19) y la de Jesús, que busca la voluntad
del Padre.
La familia es fundamental en nuestra vida. En ella nacemos y
aprendemos a vivir, a amar. Por ello, Jesús se refiere a Dios como Padre (también Madre, como S. Juan Pablo II decía), y nos dice que “todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8).
Las relaciones de amor familiar nos preparan para poder afrontar la vida, y
también para comprender cómo nos ama Dios, y cómo podemos responderle.
Por eso, la fidelidad a Dios se expresa en una serie de
actitudes que configuran también las relaciones en la familia. De ellas nos
habla Pablo en la carta a los Colosenses, partiendo de la conciencia y
experiencia de que somos amados por Dios y contamos con la ayuda del Espíritu,
el que nos hace santos, nos transmite la vida de Dios.
En el contexto actual, conviene aclarar los últimos versículos.
Pablo reparte, retóricamente, unas dimensiones del amor que son comunes a
todos. Igual que las mujeres aman a los maridos (no sólo los maridos a las
mujeres), los maridos han de vivir en disposición de escucha y atención hacia sus
mujeres. La “sumisión” que indica
Pablo (la expresión original también se ha traducido como “vivir bajo la autoridad de” o “someterse
a”) no es una sumisión servil, ni una relación de inferioridad, sino una
actitud de escucha, de atención, que se viven mutuamente en el matrimonio. Y que
vemos también en la familia de Nazaret: José y María que buscan a Jesús, Jesús
que, sabiéndose Hijo de Dios, permanece “sujeto
a ellos”… Por cierto, en ese pasaje es muy significativo (chocante,
incluso, en aquella cultura en la que era el hombre quien tenía voz), que sea
María la que tome la palabra.
Vale la pena releer el texto de Colosenses 2, 12-21, para meditar
e intentar hacer vida todo lo ahí propuesto: compasión, humildad, mansedumbre,
paciencia, perdón, paz, amor…