Comenzamos un nuevo año litúrgico, con el Adviento. El
Adviento nos habla de Cristo, que ha venido a nosotros, y nació en Belén; que
vendrá al fin de los tiempos para completar su obra salvadora; que viene a
nuestro encuentro “en cada persona y en
cada acontecimiento” (como dice un prefacio de este tiempo), “para que lo recibamos en la fe y para que,
demos testimonio, por el amor, de la espera dichosa de su reino”. Aparecen aquí
las tres virtudes teologales: la fe que, apoyándose en el testimonio de los
apóstoles y evangelistas, nos lleva al encuentro con Jesús; el amor con que
acogemos a Jesús en las personas que nos encontramos (Mt 25, 37-40: “conmigo lo hicisteis”); la esperanza que
nos sostiene, en medio de las situaciones ambivalentes de esta vida, y nos hace
levantar la vista y apoyarnos en Cristo que trae la plenitud que intuimos y buscamos.
Las lecturas nos hablan de esa esperanza, que va ensayando
lenguajes nuevos, a través del tiempo, para hablar de esa vida que Dios ofrece.
En el siglo VI a.C., Jeremías vive el fracaso de su pueblo (la torpeza de sus
dirigentes, la falsedad y la violencia, la invasión y el destierro…), y ahí es testigo
de una esperanza nueva: la reconstrucción del pueblo (que se hizo realidad unas
décadas más tarde), y la promesa del Mesías, “que hará justicia y derecho en la tierra”. Su proclama, “El Señor es nuestra justicia”, es
anuncio de una justicia nueva, al estilo de Dios: justicia que nos justifica, que rectifica nuestra
historia, que da sentido a nuestra vida. Que salva.
El Evangelio recoge el lenguaje apocalíptico que se usaba en
su tiempo. Esas imágenes, en tiempos desesperados
(invasión tras invasión, persecuciones reiteradas… ) expresan la esperanza
en el triunfo de Dios (en un mundo que no deja sitio a la verdad y la justicia,
se puede comprender que Dios, al manifestarse, sacuda las potencias del cielo y
los cimientos de la tierra). Pero, en ese contexto de ansiedad y desfallecimiento,
Jesús no invita al miedo, sino a la esperanza: a levantar la mirada y descubrirle
a Él, que está cerca. Él, que ha vencido al pecado y a la muerte, y está
abriendo caminos de libertad, de paz y justicia, de vida.
Y nos dice: “tened cuidado
de vosotros”. Para no dejarnos aturdir: ni por los vicios, ni tampoco por
las inquietudes y agobios de la vida. Para no dejarnos atrapar por los vaivenes
que suceden en el mundo. Para “manteneros
en pie ante el Hijo del hombre”. Pablo nos ayuda a entender esta expresión
(1 Ts 3,12-4,2): afianzar nuestros corazones y “rebosar de amor mutuo y de amor a todos”, pues en eso se centra la
santidad que Dios nos ofrece.
Es una llamada al discernimiento, a estar atentos: “despiertos en todo tiempo”. Hoy podemos preguntarnos
sobre nuestra esperanza. ¿Cómo es? ¿Cómo está? A veces los desencantos la
erosionan, y los miedos la ponen a prueba. Siempre necesita renovarse. Esperar
es abrirnos a Dios, siempre más grande que nuestros esquemas, que abre caminos
nuevos, caminos de vida.
Lecturas de hoy (www.dominicos.org)
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