Con demasiada frecuencia, en nuestro mundo vemos corrupción,
injusticia, violencia, falta de solidaridad… Tanto es así, que se extiende la
idea de que todo eso forma parte de la condición humana hasta el punto de ser
inevitable. De que el mal no sólo nos tienta y nos condiciona, sino que llega a
determinarnos sin remedio. Lo que hoy celebramos, precisamente, es que no es así.
En María vemos el plan original de Dios original: una humanidad libre del mal y
de toda corrupción. Para realizarla, se ha encarnado el Hijo de Dios. El
alfarero no sólo modela el barro, sino que lo cuece para que la vasija adquiera
consistencia y no se vuelva a deshacer. Y el Hijo de Dios ha tomado nuestro
barro: ha asumido, en sí mismo, nuestra realidad con toda su debilidad y su historia
de pecado; con toda su dimensión de muerte. Lo ha vivido todo (la vida, la
fragilidad, la muerte) desde su amor (“semejante
en todo a nosotros, menos en el pecado” Heb 2, 17) y en su Resurrección re-crea una humanidad
nueva, sólida, fortalecida, capaz de vencer al pecado y la muerte.
En María contemplamos esta obra realizada radicalmente,
desde el principio. Y así, en el Evangelio de hoy vemos, por una parte, al Hijo
de Dios que se encarna para salvarnos. Y por otra parte, a María, ese ser humano nuevo, capa de responder a
Dios en plenitud. En contraste con Adán, que se esconde de Dios y pone torpes excusas,
María pone ante Dios su realidad (incluidas las dificultades: ¿cómo será eso…?) con toda libertad y con
toda confianza. En el momento en que Jesús, el Señor se hace Siervo para transmitirnos
su libertad, María, la esclava del Señor,
nos muestra cómo es una libertad plena, que colabora con el plan de Dios y se
realiza plenamente: hace y llega a ser lo que verdaderamente quiere ser, lo que
lleva en sí plenitud.
Lo que en María está ya completo desde el principio, en nosotros
es camino y aprendizaje, que vamos realizando paso a paso, colaborando con la
iniciativa de Dios. Pablo habla de ello en la carta a los Filipenses (1, 4-6;
8-11): “el que ha inaugurado entre
vosotros esta buena obra, la llevará adelante”. Y somos llamados a crecer
en el amor, “en sensibilidad para
apreciar los valores”, para “llegar
al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de Justicia”.
Es el propio Cristo el que lo hace posible (“por medio de Cristo Jesús”, y esa plenitud nuestra es “gloria y alabanza de Dios”.
Decir tu nombre, María,
es decir que todo nombre
puede estar lleno de gracia
(Pedro Casaldáliga)
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