Estamos llegando al fin del año litúrgico, y las lecturas
nos invitan a mirar la vida desde la perspectiva de lo último, lo definitivo. Para
situarnos, para saber tomar opciones.
El pasaje de Daniel (Dn 12, 1-3) y del Evangelio de hoy nos
llegan como “a medio traducir”. Y es que se pueden traducir las palabras, pero
para entenderlas bien, tendríamos que haber vivido en aquel medio oriente
antiguo, en que dioses y emperadores se identificaban con los astros, cataclismos
y guerras azotaban los pueblos, y ejércitos naciones encumbraban naciones y
luego las derribaban hasta hacerlas desaparecer.
En ese contexto nace el género literario apocalíptico. Con
él Israel expresa una esperanza, una experiencia: Dios es más fuerte (“el amor es más fuerte” dijo Juan Pablo
II). Y su pueblo prevalecerá, aunque parezca insignificante entre esos imperios
dominadores, porque Dios no lo abandona. Dios tiene la última palabra, la que
permanece cuando parecen tambalearse hasta los cimientos del mundo.
Una experiencia que la Iglesia va viviendo a lo largo de los
siglos, entre los vaivenes del mundo y de sus poderes, avasalladores pero transitorios.
Es la esperanza que celebraremos el próximo domingo, con la fiesta de Cristo
Rey: Él es el Señor de la Historia. Su palabra de misericordia y salvación es
la definitiva, la que no pasará. Saber esto nos da fuerza ante las dificultades
y las situaciones desconcertantes de nuestro tiempo.
En cada Eucaristía, tras la consagración (donde hacemos memoria
de las palabras de Jesús en la Última Cena) reafirmamos esta actitud, rientar
nuestra vida mirando a Cristo, muerto y resucitado: “¡Ven, Señor Jesús!” El
Evangelio nos dice que Él está cerca. Y nos llama a estar despiertos, atentos,
para descubrir cómo es eso.
La primera comunidad cristiana interpretaba esa cercanía
pensando que el retorno glorioso de Jesús acontecería en sus años, en aquella
misma generación (1 Tes. 4,17). Poco a poco fueron comprendiendo que “en cuanto al día y la hora, nadie lo conoce…
solo el Padre”. Que esa inmediatez no es cronológica, sino de otro tipo.
Tiene que ver, más bien, con la presencia de Dios en la entraña de la
existencia, abriendo caminos de paz, de bondad, de hermosura. En cada
generación. La imagen de la higuera nos ofrece una clave. Entre los fríos y
oscuridades de nuestro tiempo, hemos sido elegidos como testigos de esa
presencia de Cristo, escondida como la primavera en las yemas tiernas. Testigos
que cultivan la Vida, que va brotando para dar fruto.
Hoy celebramos también la Jornada Mundial de los Pobres. Con
ellos se identifica Jesús, y lo hace precisamente cuando habla de su retorno
como Señor y Juez (Mt 25, 31-46). Dios muestra su gloria haciendo a las
personas vivir en plenitud, y nos pide a nosotros dar frutos de solidaridad
para ayudar en ello.
Señor, escucha la oración de los pobres,
que llega hasta tu presencia con la fuerza de la fe y la
esperanza.
Haznos capaces de vivir con humildad,
reconociendo que todos somos necesitados de tu amor.
Danos un corazón generoso,
dispuesto a compartir el sufrimiento de los que menos tienen
y a ser instrumentos de tu justicia y misericordia.
Que nuestra oración no se quede en palabras,
sino que se transforme en acciones concretas de caridad,
acercándonos a los pobres como hermanos
y compartiendo con ellos el don de tu paz.
Haz que nunca olvidemos
que en los rostros de los que sufren,
vemos el rostro de tu Hijo Jesús,
quien nos invita a amarlos con el mismo amor que Tú nos das.
Por intercesión de María,
Madre de los pobres y de los humildes,
te pedimos que nos guíes en este camino de oración,
servicio y entrega. Amén.