sábado, 21 de junio de 2025

“Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11, 24; Lc 9, 11b-17)

 

Las lecturas, hoy, comienzan recordando a Melquisedec, una figura misteriosa (Hebreos, 7, 2-3 nos dice que es “rey de justicia… rey de paz…, sin genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre”). Melquisedec, en nombre de Dios, bendice a Abraham con un sacrificio de pan y vino. El Salmo 109, anunciando al Mesías vencedor (sentado a la derecha del Señor, engendrado antes de la aurora) vuelve a hablar de ese sacerdocio y “rito de Melquisedec”.

Y ese sacerdocio, y ese misterioso rito del pan y el vino que expresa la victoria y la bendición de Dios, se esclarecen en la Última Cena. En “la noche en que iba a ser entregado” (1 Cor 11, 23), Jesús, en el pan y el vino, entrega a sus discípulos su persona (mi cuerpo, en el lenguaje de un judío del siglo I) y su vida (mi sangre). Y nos encomienda: “haced esto en memoria mía”.

La Eucaristía es memoria de la vida de Jesús, entregada hasta la muerte, (“proclamáis la muerte del Señor”, 1 Cor 11, 2). Su vida sacrificada, entregada por nosotros, es el sacerdocio, el puente que nos hace posible llegar a Dios, que nos comunica la vida de Dios, el que vence a la muerte y el mal.  

El Evangelio nos acerca a este misterio desde otra perspectiva. Nos cuenta cómo ha transcurrido esa vida de Jesús (esa entrega, en el día a día): “acogiéndola, hablaba a la gente del reino, y sanaba a los que tenían necesidad de curación”. Y narra el signo que Jesús hace, al alimentar a la multitud con cinco panes y dos peces. Él no sólo habla de Dios, sino que se hace cargo de las necesidades de la gente. E invita a los discípulos a asumir esa solicitud, a ofrecer confiadamente lo que tienen y son, aunque sea poco (“no tenemos más que cinco panes y dos peces”), y transmitir lo que Él les va dando.

La Iglesia se va construyendo en ese compartir, y ese poner en manos de Dios lo que tenemos, y transmitir lo que recibimos de Él.

La Eucaristía nos reúne para compartir nuestra fe, en comunidad y para compartir nuestra vida con Dios, y acoger lo que Él nos ofrece. Los diversos momentos de la Misa nos invitan a ello: poner ante Él nuestra fragilidad, acogiendo su misericordia, y ofrecerle lo que somos y tenemos; pedirle y darle gracias; acoger su Palabra y su Espíritu. Recibirle a Él, para vivir en memoria suya. Para que nuestra vida, de alguna manera, anuncie, sea signo de esa vida de Jesús entregada por nosotros.

Hoy es el día de la Caridad. La acogida y la ayuda a los necesitados hace concreto ese compartir. Es signo del reino: de ese amor y de esa presencia de Jesús, que se hace cargo de la realidad y responde de forma sanadora, ayudando a cada persona a desarrollar su vida.  

 


Lecturas del día (www.dominicos.org)


domingo, 15 de junio de 2025

“El Espíritu de la verdad os guiará” (Jn 16, 12-15)

 

La fiesta de hoy nos invita a contemplar a Dios, como se ha revelado en la Pascua, en la Resurrección de Jesús y el don del Espíritu Santo. La confesión de fe en la Trinidad nace de la experiencia de los discípulos: en las palabras y obras de Jesús, y sobre todo en el encuentro con Jesús Resucitado, con su fuerza creadora y la vida que Él transmite, descubren que Él es Dios. Además, experimentan al Espíritu Santo como presencia personal de Dios, llena de fuerza vivificadora, creadora, que los “guiará hasta la verdad plena”. Y ambos, Jesús y el Espíritu, llevan al Padre: Jesús nos ha enseñado a llamarlo Abbá (Lc 1,2), y el Espíritu “se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” y “nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rom 8, 15-16). Esta experiencia fue tan fuerte que rompió sus esquemas religiosos (el estricto monoteísmo judío), y los llevó a confesar a las Tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu, que son un solo Dios, porque como Jesús mismo afirma, “somos uno” (Jn 10, 30).

La Iglesia habla de Dios Trinidad desde el encuentro personal (y comunitario) con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso, son también los místicos quienes más hablan de la Trinidad, desde la experiencia. Dios es misterio, y la forma principal de acercarnos a él no es el pensamiento abstracto, sino la relación personal. En esa relación insisten las lecturas de hoy, desde el libro de los Proverbios (“mis delicias están con los hijos de los hombres”), y el salmo 8, que canta, a la vez, la pequeñez de hombre ante Dios, y la inmensa dignidad de la que Dios lo reviste. Pablo, en la carta a los Romanos, nos habla de Jesucristo, que nos ha reconciliado con Dios (de quien nos habíamos alejado) y nos da acceso a la gracia de Dios. Y de “el Espíritu Santo que se nos ha dado” y derrama en nuestros corazones el amor de Dios. El mismo Espíritu que nos anuncia lo de Jesús y lo del Padre, y nos guía hasta la verdad plena. Dios vive en relación. Y nos llama a entrar en relación con Él.

¿Cómo es tu relación con Dios? La fiesta de hoy te invita a profundizar en tu relación de hermano (Heb 2,11), discípulo y amigo (Jn 15, 14) con Jesucristo. En tu apertura al Espíritu que “se une a nuestro espíritu” Rom 8, 16) y nos hace capaces de vivir y “adorar al Padre en Espíritu y en verdad” (Jn 4,23-24). En tu relación de confianza filial con Abbá, el Padre.

 

¡Oh, Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio.

Inunda mi alma de paz; haz de ella tu cielo, la morada de tu amor y el lugar de tu reposo. Que nunca te deje allí solo, sino que te acompañe con todo mi ser, toda despierta en fe, toda adorante, entregada por entero a tu acción creadora.

Santa Isabel de la Trinidad

 


Hoy celebramos la jornada “Pro Orantibus”. En este día, oramos por los contemplativos, que oran por nosotros continuamente, y con su oración son, de manera callada y silenciosa, como una puerta abierta a la fuerza, la luz y la vida de Dios, para que impulsen a la Iglesia y lleguen a cada uno de nosotros.


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

domingo, 8 de junio de 2025

“Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23)

 

Pentecostés es la plenitud de la Pascua.

Inicialmente (cuando Pascua era la fiesta del paso del invierno a la primavera), era la fiesta de la cosecha. Después comenzó a celebrarse, en esta fiesta, el don de la Ley: Dios, tras liberar a los hebreos de Egipto, les da, en el Sinaí, la Ley (vuestra sabiduría e inteligencia, Dt 4, 6), que los reúne y los identifica como pueblo, el pueblo de Dios.

El Espíritu Santo es el don de Jesús resucitado a sus discípulos. El que abre su mente para comprender su Palabra (Lc 24, 45). El que les transmite a su corazón (El Espíritu habla, se une a nuestro espíritu… Rom 8,16) el gozo, la Paz, el amor de Jesús. El que les hace posible identificarse con el Maestro y, cada uno desde su propia personalidad, vivir el Evangelio y transmitirlo. El gesto de Jesús, soplando sobre ellos, recuerda al de Dios soplando sobre Adán (Gn 2,7): los re-crea, los renueva profundamente.

El fuego, símbolo de la presencia de Dios (que bajó sobre el Sinaí en la Alianza, Ex. 19, 18) ahora baja sobre cada uno de los discípulos. Y los lanza a la misión, para llegar a todos, de manera que cada uno los oiga hablar de las grandezas de Dios en su propia lengua (Hch 2, 4-11). Las lecturas, hoy, subrayan esa diversidad de lenguas, sensibilidades, actuaciones, carismas… “para el bien común”  (1 Cor 12, 7): que conduce a la comunión. El Evangelio alude de una misión de reconciliación. Un reto para nuestro tiempo.

Esta fiesta nos invita a pedir el don del Espíritu. Y, sobre todo, a recibirlo. Nos ofrece algunas claves de cómo hacerlo: con actitud de discípulos, en comunidad (reunidos, como un cuerpo con miembros diversos…). En otros lugares hablará de la búsqueda de la Verdad, de las actitudes del amor…

¿Cómo puedo abrir mi vida al Espíritu? ¿Qué puede estar alentando el Espíritu en mí?

¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro,
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro!

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga;
matando, muerte en vida la has trocado!

¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!

San Juan de la Cruz



domingo, 1 de junio de 2025

“Seréis mis testigos” (Lc 24, 46-53)

 

Con Pablo, hoy podemos orar, pidiendo que “El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo” (Ef 1, 17-20)

La fiesta que hoy celebramos está unida a la de la Resurrección de Jesús, es como una faceta de este misterio. Cristo resucitado está “sentado a la derecha del Padre”, participa de su gloria y de su señorío sobre el mundo y la historia.

Pidamos a Dios que nos ayude a atisbar esa experiencia del Resucitado y de su Espíritu, que no cabe en palabras ni conceptos, y que los evangelistas nos transmiten con un lenguaje lleno de simbolismo. Contemplemos a Jesús “elevado al cielo”, que está por encima de todo. Y que nos acompaña, aunque ya no lo vemos sensiblemente.

Lucas, en el Evangelio, sitúa este misterio en “Aquel mismo día” (Lc 24,13. El primer día de la semana” Lc 24,1). En los Hechos de los Apóstoles, él mismo nos dice que estuvo “apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios” (Hch 1,3). Con estas referencias temporales simbólicas (40 días refiere un tiempo de preparación, de transformación personal y comunitaria), nos transmite que los primeros discípulos vivieron un tiempo de experiencia singularmente fuerte de la presencia viva de Jesús Resucitado: Jesús resucitado tomó la iniciativa, salió a su encuentro, y ese encuentro con El los transformó  y los reunió, formando una comunidad viva. Esa experiencia inenarrable dio paso a otra etapa o situación, en que la comunidad ha de aprender a dejarse conducir por el Espíritu Santo, para ser testigos de Jesús hasta el confín de la tierra.

Esta nueva etapa es tiempo del Espíritu Santo, la fuerza que viene de lo alto, que enseña, capacita, guía en la misión y en la vida. Y sigue siendo un tiempo de aprendizaje, en que la Iglesia ha estar siempre atenta para superar actitudes equivocadas, como la de pensar las cosas de Dios al estilo del mundo (“¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”), o la de olvidarse del mundo y quedarse “plantados mirando al cielo”. Sobre todo (el Evangelio y los Hechos insisten en ello), es tiempo de ser testigos de Jesús: de su muerte, resurrección y de su invitación a una vida nueva (conversión). Ser testigos, que implica cultivar la experiencia personal de encuentro con Cristo, y salir al encuentro de las personas, del mundo.

Es nuestro tiempo.



domingo, 25 de mayo de 2025

“Vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23-29)


 Judas Tadeo había preguntado “¿Por qué vas a manifestarte a nosotros y no al mundo?” (Jn 14,22). Jesús responde con estas palabras, que muestran la conexión que hay entre el amor a Él, el vivir su palabra, y el conocerle. En profundidad.

Dios es misterio: no llegamos a conocerlo bien “desde fuera”, como se puede analizar un fenómeno físico. Pasa algo parecido con las personas: sólo se conoce a alguien en el encuentro personal, y desde el amor, que abre la capacidad de comprender. Por eso, el Evangelio narra encuentros con Jesús, y el Evangelio es para nosotros “puente” para encontrarnos personalmente con Él.

Quien se encuentra con Jesús entra en una relación de fe y de amor con Él (“a vosotros os llamo amigos” (Jn 15, 15), en la que recibimos su Palabra. Su Palabra es Sabiduría y Vida (la palabra de Jesús es, al fin, su misma vida, entregada por nosotros). Su Palabra es amor, que es don y tarea: el “mandamiento nuevo: que os améis unos a otros” (Jn 13, 34). La recibimos para “guardarla”: para no dejarla perder, sino “llevar dentro” (como hacía María, Lc 2, 19.51). Y a la vez, realizarla, ponerla por obra (si no se vive, se pierde, porque esta palabra es vida). Llevar la Palabra y el amor de Jesús en el corazón y en nuestro obrar.

Jesús promete que cuando nos disponemos a vivir esto, no estamos solos: Él viene a nosotros. Y con Él, el Padre y el Espíritu Santo.

Ahí encuentra la plenitud nuestra vocación, nuestra dimensión espiritual (1 Cor 3, 16: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”). Esa presencia de Dios en nosotros es fuente de Paz (esa paz que el mundo no nos puede dar), y nos va transformando, nos ayuda a desarrollar en plenitud nuestra personalidad.

Particularmente, Jesús nos habla hoy del don del Espíritu Santo, que nos acompaña (Paráclito significa eso: “junto a”: el que acompaña: p.ej., para consolar en la dificultad o para defender en un juicio). El nos va recordando, llevando de nuevo al corazón, la Palabra y la Vida de Jesús. Y nos enseña, nos va haciendo capaces de comprenderla.


Dentro de nosotras está un palacio de grandísima riqueza, todo su edificio de oro y piedras preciosas, en fin, como para tal Señor; y que sois vos parte para que este edificio sea tal, como a la verdad es así (que no hay edificio de tanta hermosura como un alma limpia y llena de virtudes, y mientras mayores, más resplandecen las piedras), y que en este palacio está este gran Rey, que ha tenido por bien ser vuestro Padre, y que está en un trono de grandísimo precio, que es vuestro corazón.

(…) entendamos con verdad que hay otra cosa más preciosa, sin ninguna comparación, dentro de nosotras que lo que vemos por de fuera. No nos imaginemos huecas en lo interior.”

Teresa de Jesús, Camino de Perfección, 28, 9-10.


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

domingo, 18 de mayo de 2025

“Como yo os he amado, amos también unos a otros” (Jn 13, 31-35)

 

El Evangelio nos sitúa en la Última Cena. Al salir Judas del Cenáculo para preparar el arresto de Jesús, comienza la Pasión. En ella, se manifiesta la gloria de Dios. En la entrega de Jesús por nosotros se manifiesta el amor de Dios que nos salva, asumiendo y redimiendo el dolor de nuestro mundo.

Jesús sabe que le queda poco tiempo, y abre a sus discípulos su corazón (el término “hijitos” indica ese tono entrañable). Nos transmite lo esencial. Así nos da el “mandamiento nuevo: que os améis unos a otros”

Ya el Levítico mandaba “amarás al prójimo como a ti mismo” (19, 18). El mandamiento de Jesús es nuevo por su referencia a Jesús. Es la Nueva Ley de Jesús, que no consiste en cumplir normas, sino en amar, guiados por el Espíritu Santo. Amar como Jesús es precisamente, lo que nos introduce en la Vida Nueva que Él nos ofrece. Y anuncia (y empieza a hacer realidad) el cielo y la tierra nuevos de que nos habla hoy el Apocalipsis (21,1).

Este mandamiento es, sobre todo, un don (por eso dice Jesús “Os doy”). Es el legado de Jesús. Así es como lo seguimos, y nos introducimos en su amistad. Así dirá Jesús: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando” (Jn 15,1), que no consiste en “cumplir órdenes”, sino, precisamente, en vivir en este amor. El amor a Cristo se forja en el amor al hermano, que construye la comunidad (1 Jn 4, 7-13), comunidad en la que Él se hace presente (Mateo 18,20: “donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos”). Este amor nos identifica con Jesús, como discípulos suyos. De hecho, el amor fraterno de las primeras comunidades interpelaba a la gente en el mundo antiguo, y llevó a muchos a Jesús.

Como yo os he amado”: el amor de Jesús es nuestro modelo y también nuestra fuente. Lo que, a su vez, nos remite a la forma como Jesús vive el amor: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15, 9). Este amor no es voluntarismo, sino respuesta a un amor que estamos llamados a experimentar. Es preciso comprender cómo nos ama Dios, acoger ese amor, para que Él nos haga capaces de amar. La oración puede ser esto: acoger el amor de Dios, para dejarnos transformar por Él.

El evangelio y la liturgia de hoy sitúan ese amor en el contexto de nuestra debilidad y de la complejidad del mundo: Jesús habla de esto entre el anuncio de la traición de Judas y el de la negación de Pedro. Por otra parte, en esa comunidad que se abre al mundo (Hechos de los Apóstoles), en un proceso que tuvo tribulaciones e incertidumbres. Así se va abriendo paso, de manera humilde pero decisiva, ese “hago nuevas todas las cosas” del Apocalipsis (21, 5). En medio de nuestros tropiezos, debilidades y dudas, vamos aprendiendo a amar.

Amar como Jesús (en griego hay muchos términos para hablar del amor. Aquí es ápape: el amor desinteresado, que es puro don). Podemos mirar la vida de Jesús para comprender ese amor que va unido a la verdad, que no ata sino que libera, que dialoga, que sana, que lava los pies de los discípulos… ¿Cómo puedo hacerlo concreto hoy?


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)




domingo, 11 de mayo de 2025

“Escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida” (Jn 10, 27-30)

 

En los primeros domingos de Pascua, contemplamos el encuentro de Jesús resucitado con los discípulos. Lo siguientes nos ofrecen pistas para ir entrando en la Vida Nueva que Él nos ofrece, a la vez que nos invitan a contemplarlo como Hijo de Dios y descubrir lo que significa su gloria.

Y hoy nos dice: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30). Una palabra que se apoya en sus obras, porque “las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí”  (Jn 10, 25). En virtud de esta unión profunda del Hijo con el Padre, aquellos que se ponen en sus manos pueden saberse seguros: “nadie las arrebatará de mi mano”, “no perecerán para siempre.”

Con esta confianza ha vivido esa muchedumbre incontable “de todas naciones, razas, pueblos y lenguas” que Juan describe en el Apocalipsis. El redil de Jesús se ha abierto a toda la humanidad. Éstos han pasado por la gran tribulación: han sufrido las persecuciones, y las dificultades de nuestro mundo. No están limpios porque se hayan inhibido del barro y las luchas del mundo, sino porque “han lavado y blanqueado sus vestiduras”  en la vida (la sangre) de Jesús: lo han seguido en profundidad. Y con Él, el Cordero, el que venció a la muerte a través de su entrega por amor, se alcanza la palma de la victoria.

Jesús describe, breve y hondamente, la relación que nos invita a establecer con Él. Vale la pena que meditemos cómo la vivimos:

Cómo escuchamos su voz, que nos habla en la Escritura, y también en nuestro corazón, a través de su Espíritu. Cómo le prestamos atención y la destacamos, entre tantas voces y ruidos que nos circundan.

Cómo nos conoce, con esa mirada suya que ve lo más hondo, que nos acoge, nos ama.

Cómo le seguimos: seguimos sus enseñanzas, sus actitudes, sus pasos… Sabiendo que Él conoce los anhelos más profundos de nuestro corazón, y también el barro del que estamos hechos.

Cómo nos da la vida eterna, la que atisbamos en pequeños signos que van floreciendo en esta existencia, y la que va más allá de lo que cabe en nuestro pensamiento.

 

Hoy, el día del Buen Pastor, oramos también por las vocaciones, especialmente por las llamadas al ministerio sacerdotal y la vida consagrada. Que cada uno sepamos escuchar su voz y seguirle, para acoger la vida que nos ofrece.

Y oramos también por el Papa León XIV, dando gracias por su sí al Señor y a la Iglesia, y pidiendo que el Espíritu lo acompañe con sus dones .



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  Las lecturas, hoy, comienzan recordando a Melquisedec, una figura misteriosa (Hebreos, 7, 2-3 nos dice que es “ rey de justicia… rey de pa...