Pentecostés es la plenitud de la Pascua.
Inicialmente (cuando Pascua era la fiesta del paso del
invierno a la primavera), era la fiesta de la cosecha. Después comenzó a
celebrarse, en esta fiesta, el don de la Ley: Dios, tras liberar a los hebreos
de Egipto, les da, en el Sinaí, la Ley (vuestra
sabiduría e inteligencia, Dt 4, 6), que los reúne y los identifica como
pueblo, el pueblo de Dios.
El Espíritu Santo es el don de Jesús resucitado a sus
discípulos. El que abre su mente para comprender su Palabra (Lc 24, 45). El que
les transmite a su corazón (El Espíritu
habla, se une a nuestro espíritu… Rom 8,16) el gozo, la Paz, el amor de
Jesús. El que les hace posible identificarse con el Maestro y, cada uno desde su propia personalidad, vivir el Evangelio y
transmitirlo. El gesto de Jesús, soplando sobre ellos, recuerda al de Dios
soplando sobre Adán (Gn 2,7): los re-crea, los renueva profundamente.
El fuego, símbolo de la presencia de Dios (que bajó sobre el
Sinaí en la Alianza, Ex. 19, 18) ahora baja sobre cada uno de los discípulos. Y
los lanza a la misión, para llegar a todos, de manera que cada uno los oiga
hablar de las grandezas de Dios en su propia lengua (Hch 2, 4-11). Las
lecturas, hoy, subrayan esa diversidad de lenguas, sensibilidades, actuaciones,
carismas… “para el bien común” (1 Cor 12, 7): que conduce a la comunión. El
Evangelio alude de una misión de reconciliación. Un reto para nuestro tiempo.
Esta fiesta nos invita a pedir el don del Espíritu. Y, sobre
todo, a recibirlo. Nos ofrece algunas claves de cómo hacerlo: con actitud de
discípulos, en comunidad (reunidos, como un cuerpo con miembros diversos…). En
otros lugares hablará de la búsqueda de la Verdad, de las actitudes del amor…
¿Cómo puedo abrir mi vida al Espíritu? ¿Qué puede estar alentando
el Espíritu en mí?
¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro,
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro!
¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga;
matando, muerte en vida la has trocado!
¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!
¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!
San Juan de la Cruz
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