Con Pablo, hoy podemos orar, pidiendo que “El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el
Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e
ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a
la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y
cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los
creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo” (Ef
1, 17-20)
La fiesta que hoy celebramos está unida a la de la Resurrección
de Jesús, es como una faceta de este misterio. Cristo resucitado está “sentado a la derecha del Padre”, participa
de su gloria y de su señorío sobre el mundo y la historia.
Pidamos a Dios que nos ayude a atisbar esa experiencia del Resucitado
y de su Espíritu, que no cabe en palabras ni conceptos, y que los evangelistas
nos transmiten con un lenguaje lleno de simbolismo. Contemplemos a Jesús “elevado al cielo”, que está por encima
de todo. Y que nos acompaña, aunque ya no lo vemos sensiblemente.
Lucas, en el
Evangelio, sitúa este misterio en “Aquel
mismo día” (Lc 24,13. El primer día
de la semana” Lc 24,1). En los Hechos de los Apóstoles, él mismo nos dice que
estuvo “apareciéndoseles durante cuarenta
días y hablándoles del reino de Dios” (Hch 1,3). Con estas referencias
temporales simbólicas (40 días refiere un tiempo de
preparación, de transformación personal y comunitaria), nos transmite que los
primeros discípulos vivieron un tiempo
de experiencia singularmente fuerte de la presencia viva de Jesús Resucitado:
Jesús resucitado tomó la iniciativa, salió a su encuentro, y ese encuentro con
El los transformó y los reunió, formando una
comunidad viva. Esa experiencia inenarrable dio paso a otra etapa o situación, en que la comunidad
ha de aprender a dejarse conducir por el Espíritu Santo, para ser testigos de
Jesús hasta el confín de la tierra.
Esta nueva etapa es tiempo del Espíritu Santo, la fuerza que viene de lo alto, que enseña,
capacita, guía en la misión y en la vida. Y sigue siendo un tiempo de
aprendizaje, en que la Iglesia ha estar siempre atenta para superar actitudes equivocadas,
como la de pensar las cosas de Dios al estilo del mundo (“¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”), o la de
olvidarse del mundo y quedarse “plantados
mirando al cielo”. Sobre todo (el Evangelio y los Hechos insisten en ello),
es tiempo de ser testigos de Jesús:
de su muerte, resurrección y de su invitación a una vida nueva (conversión). Ser
testigos, que implica cultivar la experiencia personal de encuentro con Cristo,
y salir al encuentro de las personas, del mundo.
Es nuestro tiempo.
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