Jesús lo expone
con parábolas, imágenes sencillas y sugerentes, abiertas. El conocimiento de
Dios no es una ciencia compleja, reservada a los “sabios y entendidos”
(Mt 11, 25), porque Dios está cercano a la vida y sus realidades cotidianas. A
la vez, es algo que no cabe en conceptos: podemos describir algo de cómo es y
actúa (“se parece a…”) pero no podemos abarcarlo en una
definición, porque es siempre mayor. Por otra parte, nos dice Marcos que “a
sus discípulos les explicaba todo en privado”. Jesús predica el Reino a
todos, con palabras adaptadas a su capacidad de entender. Y enseña de manera
más honda a aquéllos que lo siguen, que comparten con Él vida y camino.
Imágenes que hablan de un proceso de crecimiento, desde lo
pequeño, que llega a dar fruto. La semilla (anteriormente se ha comparado con
la Palabra de Dios) que un hombre ha sembrado, germina y crece por sí sola, hasta
dar fruto. Cabe recordar aquí lo que una vez dijo Pablo: “Yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien ha dado el crecimiento”
(1 Cor 3, 6-9).
Por su parte, el grano
de mostaza, que parecía insignificante, crece hasta hacerse mayor que las demás
hortalizas, y echar ramas capaces de cobijar la vida. Esta vez, Jesús no
utiliza la imagen de un árbol magnífico, como los cedros del Líbano a los que
se refiere Ezequiel (en la lectura que hoy escuchamos) para hablar de cómo Dios
restauraría a Israel, sino de algo que sigue siendo humilde: un arbusto, pero
con capacidad de ofrecer una sombra donde otros pueden anidar. Se abre, a la
vez, una perspectiva de acogida, de universalidad.
Imágenes que nos invitan a la esperanza. Se nos ha confiado una semilla que puede parecer pequeña, pero dará fruto. Y aunque estamos llamados a trabajar (precede a esta parábola la del sembrador, que habla de las tierras en que puede o no puede crecer la semilla), no todo depende de nuestros planes, proyectos, criterios de eficacia. La vida de Dios se abre camino, sin que sepamos cómo. Y nuestras comunidades, aunque sean humildes como arbustos, son signo de Dios capaces de ofrecer amparo.
El salmo nos ofrece otra perspectiva de lectura: nuestra
propia vida, abierta a Dios (el justo, el que “se ajusta” a Dios) puede ser esa
realidad que él va haciendo crecer, de día y de noche, hasta dar fruto.
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