El relato evangélico de hoy se abre con una crítica, que marca la razón de la ruptura de los fariseos con Jesús: "Ese acoge a los pecadores y come con ellos". Jesús proclama el amor misericordioso del Padre, que acoge a todos, que no se pliega a las divisiones y los rechazos que llenan nuestro mundo, y que enarbolaban, como bandera, los distintos grupos del tiempo de Jesús (justos y pecadores, judíos y gentiles, etc.). Por ser fiel a ese amor del Padre a todos, es por lo que todos irán dejando solo a Jesús, y al final lo llevarán a la cruz. Y hoy nos sigue costando aceptar ese amor que es más abierto que nuestros límites y bandos, más profundo que cualquier cálculo.
Jesús nos habla de este amor, con la parábola de un padre incomprendido. Uno de sus hijos pensó que sería más feliz lejos de él, y actuó sin ningún respeto (pedir la herencia significaba poco menos que desear la muerte de su padre). Aun cuando vuelve, espera un perdón limitado, que lo deje entrar en casa como jornalero. El otro permanece a su lado, pero nunca ha entrado en su corazón, se mantiene en la posición de un siervo que obedece órdenes, pero no ha comprendido que su padre le ofrece algo mejor: compartir su vida. Y hace presea en él el resentimiento.
Y el padre manifiesta, con todos los medios, su amor: restituye al que se alejó en su condición de hijo (el anillo, el vestido, la fiesta...), y sale a buscar al otro, a intentar hacerle caer en la cuenta de su verdadera condición: "todo lo mío es tuyo".
Y en el fondo de ese amor incomprendido, sólo conocido a medias (el amor que Dios tiene por ti), aparece una alegría que rebosa del corazón del Padre, en gestos de cariño y en una fiesta. Se nos invita a entrar en ella.
La carta de San Pablo a los Corintios nos ofrece otra perspectiva, al hablarnos de Jesús, que no conocía el pecado, pero cargó con nuestro pecado. Es el Hijo que vino a buscarnos, para que podamos encontrar el camino de vuelta a casa del Padre, que es la casa de la fraternidad. Unidos a Él, participamos de su ministerio, que es reconciliar, construir paz. (1 Cor 5, 17-18).
La parábola "del hijo pródigo" (o más bien, del Padre) nos invita a orar y meditar, reconocer lo que tenemos de cada uno de los personajes que ahí aparecen. A descubrir lo que necesitamos reconciliar, a vivir y celebrar la reconciliación (ése es el sentido de la confesión sacramental: vivir y profundizar en esta experiencia).
“El regreso
del hijo pródigo está lleno de ambigüedades. Está viajando por el camino
correcto; sin embargo, está aún lejos de fiarse del amor de su padre... Uno de
los grandes retos de la vida espiritual es recibir el perdón de Dios. Hay algo
en nosotros lo humanos, que nos hace aferrarnos a nuestros pecados y nos
previene de dejar a Dios que borre nuestro pasado y nos ofrezca un comienzo
completamente nuevo. Recibir el
perdón implica voluntad de dejar a Dios ser Dios y de dejarle hacer todo el
trabajo de sanación, restauración y renovación de mi persona. Siempre que
intento hacer yo sólo parte del trabajo, termino conformándome con soluciones
del tipo “convertirme en jornalero” (Henry Nouwen, El Regreso del hijo pródigo, pp. 57-59)
Yo he visto al padre en la plaza con los ojos extraviados, la mirada lejana.
Lo he visto por los caminos que se alejan de la casa murmurando un nombre, preguntando a las distancias.
Yo he visto al padre disimulando la ausencia, amando también al otro hijo (el de la sonrisa triste y la férrea constancia).
Yo he visto la ropa nueva, ese anillo, las sandalias.
El judaísmo antiguo pensaba que Dios recompensaba a los buenos y castigaba a los malos, ya en esta vida. Este pensamiento, que en la propia Escritura ya se pone en cuestión (ése es uno de los grandes temas del libro de Job, que deja la respuesta en el misterio), aparece en el entorno de Jesús. Así, los discípulos, ante el ciego de nacimiento, preguntan "¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?" (Jn 9, 2). Y de manera parecida, hoy vemos a algunos preguntar a Jesús, impresionados por desgracias recientes (con el agravante de que la matanza de los galileos fue en un acto religioso).
La actitud, aunque parezca ingenua, no está tan lejos de nosotros. El problema del mal en el mundo es una de las preguntas más angustiosas, porque ninguna explicación satisface. Y, sin querer, tendemos a explicaciones que nos hacen sentir a salvo, que nos hacen pensar que las desgracias les ocurren a personas que han cometido algún error o mal ("algo habrá hecho"). Lo que, entre otras cosas, contribuye a reforzar la exclusión de muchos, y a no afrontar reformas necesarias (como denuncia el Papa Francisco, hablando de nuestra sociedad proclive al descarte y la exclusión). Y, por cierto, hoy nos advierte san Pablo: "el que se cree seguro, cuídese de no caer" 1 Co 10,12)
Jesús propone un cambio de perspectiva. La cuestión no es encontrar una explicación (difícil, ante el misterio de la vida), sino saber situarnos nosotros. La respuesta no es teórica ni abstracta, sino personal: ¿cómo respondo yo ante lo que ocurre a mi alrededor? Sólo implicándome, puedo encontrar sentido. Así, Jesús habla de conversión (μετανοῖεν), una palabra que, originariamente, se refiere a eso: a un cambio en la forma de orientarnos, de situarnos. Para que nuestra vida no se vea arrastrada por la corriente. En consonancia con ello, Pablo, en la Carta a los Corintios, (1 Co 10, 1-6. 10-12), advierte que no basta con haber sido testigos e incluso beneficiarios de la acción de Dios, es necesaria nuestra actitud personal (no codiciar el mal, no entregarnos a la murmuración...). Un arrepentimiento o conversión que no es sólo un sentimiento, sino una actitud que da frutos.
Una conversión que ha de dar frutos, y que es proceso. El pasaje del Evangelio de hoy termina con una parábola que nos recuerda la paciencia de Dios, que espera (nos espera: espera en nosotros), que da oportunidad; y que habla de procesos, para llegar a dar fruto.
¿Dónde tengo que cavar, qué estiércol ha de abonar mi capacidad de dar fruto? Cabe ahí recordar que la palabra "humildad" tiene relación con el humus: habla del contacto con la propia tierra, y de la fertilidad que nace de la elaboración de lo que cayó a tierra y lo que inicialmente eran sólo desechos).
En este día siguiente a la fiesta de San José, podemos recordar algunos párrafos de la Patris Corde:
nos
preguntamos por qué Dios no intervino directa y claramente.
Pero Dios actúa
a través
de eventos y personas (…) el Evangelio nos dice que Dios siempre
logra salvar lo que es importante, con la condición de que
tengamos la misma valentía creativa del carpintero de Nazaret, que
sabía
transformar un problema en una oportunidad, anteponiendo siempre la confianza
en la Providencia.
Si
a veces pareciera que Dios no nos ayuda, no significa que nos haya abandonado,
sino que confía
en nosotros, en lo que podemos planear, inventar, encontrar (…)
La
vida espiritual de José no nos muestra una vía
que explica, sino una vía que acoge.
Sólo
a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos
también
intuir una historia más grande, un significado más
profundo.
José deja de lado
sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más
misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia
con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni
siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de
nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones
Celebramos hoy la fiesta de José, aquel hombre justo, no con "la justicia de la ley" (de la que habla hoy la carta a los Romanos, cap. 4), sino con la fe, la confianza en el amor de Dios, que le dio capacidad de ajustarse a su voluntad de Dios.
Su figura, silenciosa, nos habla de escucha de la Palabra y de disponibilidad; de una fidelidad que renuncia al protagonismo y a la vez está pronta para colaborar con Dios, poniendo en ello creatividad. De un amor lleno de delicadeza, de ternura, de capacidad de acogida, que es imagen del amor del Padre. De un "cuidar" que también nos alcanza a nosotros, llamados a cuidar de Jesús en aquellos que nos necesitan, y cuidar de la Iglesia
"El Hijo del Todopoderoso viene al mundo asumiendo una condición de gran debilidad. Necesita de José para ser defendido, protegido, cuidado, criado. Dios confía en este hombre, del mismo modo que lo hace María, que encuentra en José no sólo al que quiere salvar su vida, sino al que siempre velará por ella y por el Niño (Patris Corde, 5)
"Querría yo persuadir a todos fuesen devotos de este glorioso
santo, por la gran experiencia que tengo de los bienes que alcanza de Dios. No
he conocido persona que de veras le sea devota y haga particulares servicios,
que no la vea más aprovechada en la virtud; porque aprovecha en gran manera a
las almas que a él se encomiendan (…) En especial personas de oración siempre
le habían de ser aficionadas; que no sé cómo se puede pensar en la Reina de los
ángeles, en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a
san José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le
enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino.”
La lectura del Génesis (15, 5-18) y el Evangelio nos narran experiencias intensas del misterio de Dios. En la primera, Dios se revela a Abraham y, usando las formas y ritos de los pactos de entonces, se compromete en alianza con él, prometiéndole una tierra y una descendencia.
Por su parte, la escena que Lucas nos presenta acontece "ocho días después" (Lc 9, 28) de que Jesús haya anunciado a los discípulos su Pasión en Jerusalén, y haya dicho "si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Lc 9, 22-23). En la Transfiguración, se revela a los discípulos, por un momento, la luz interior que tiene ese camino de Jesús, que se les presentaba oscuro e incierto. Es un atisbo de la luz de la Resurrección, que ellos aún no comprenden, y por eso guardan en silencio. En esta manifestación, la próxima muerte (éxodo, dice Lucas) de Jesús está también presente, es el "tema" de la conversación que tienen con Jesús Moisés y Elías, que aquí vienen a resumir la Ley y los Profetas: toda la Revelación anterior de Dios (también la alianza con Abraham) converge hacia la entrega de Jesús, su muerte y resurrección. Esta es la gloria que vieron Pedro, Santiago y Juan (quien comenzará su relato evangélico diciendo "hemos contemplado su gloria" Jn 1, 14). Una gloria que no tiene que ver con el esplendor de una estrella mediática, ni con la demostración de dominio de un poderoso, sino con el amor que se entrega y da vida. S. Ireneo (cuyo maestro fue S. Policarpo, discípulo de Juan), dirá que "la gloria de Dios es que el hombre viva".
La Transfiguración revela la luz y la gloria que habitan al interior de todo camino de entrega, de fidelidad, de amor. Es la presencia de Dios, y su amor insospechadamente apasionado y creador, que se esconde en lo cotidiano de la vida. La tradición de la Iglesia ha leído este relato como un testimonio y una invitación a la contemplación, a una oración que afina nuestra mirada para ver más hondo, para descubrir esta presencia y esta luz en medio de la vida concreta, con todo lo que lleva de incertidumbres, alegrías y dificultades. Una oración que es encuentro intenso, profundo, no para quedarse en un "bienestar espiritual" (como se le ocurrió a Pedro, "sin saber lo que decía") , sino para hacerse escucha de Cristo, para bajar del monte al terreno de la vida cotidiana y sus tareas, para seguir a este "Jesús solo" (Lc 9, 36) que continúa su camino hacia Jerusalén, hacia la Pascua.
«nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas
comunes —corrientemente olvidadas—
que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes
pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los
acontecimientos decisivos de nuestra historia: (…) tantos pero tantos otros que
comprendieron que nadie se salva solo. […] Cuánta gente
cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico
sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes
muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y
transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la
oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos».
Todos pueden encontrar en san José —el hombre que pasa
desapercibido, el hombre de la presencia diaria, discreta y oculta— un intercesor, un apoyo y una guía en tiempos de dificultad.
San José nos recuerda que todos los que están aparentemente ocultos o en “segunda línea” tienen un
protagonismo sin igual en la historia de la salvación”. (Francisco, Patris Corde)
El primer domingo de Cuaresma nos trae el relato de las tentaciones. Antes de comenzar su misión pública, el Espíritu Santo conduce a Jesús al desierto (el mismo desierto que atravesaron los hebreos para salir de la esclavitud y convertirse en Pueblo de Dios). Allí, Jesús enfrenta las tentaciones que le acompañarán durante toda su vida. Tentaciones que se refieren a su forma de ser Mesías; y, a la vez, tentaciones que nos alcanzan a nosotros.
- En primer lugar, la tentación de dedicarse a saciar los apetitos, que va unida a la tentación de usar su poder en su propio beneficio. Jesús, que un día multiplicará el pan para atender a una multitud hambrienta, ahora mantiene su ayuno y renuncia a convertir la piedra en pan, porque "no sólo de pan vive el hombre". Es preciso ir más allá de lo cómodo y de lo que apetece, es preciso descubrir la necesidad de Dios, y cultivar la interioridad. Y la verdadera interioridad no es mera búsqueda de bienestar (aunque sea bienestar interior), sino capacidad de amar, y por tanto, de posponer los propios intereses.
- A continuación, la ambición del poder, que aparece en toda su crudeza, como un arrodillarse ante el diablo, que pretende ser dueño y administrador de reinos y glorias. La respuesta de Jesús nos invita a adorar a Dios: hacer silencio ante su misterio de amor, dejarnos alcanzar por Él, nos puede liberar de la tentación de dejarnos someter por otros poderes. Nos transmite la libertad de hijos de Dios, que tiene que ver con descubrir el verdadero poder que tiene la capacidad de amar, y de servir. Solo el amor da vida.
- El lenguaje insidioso, manipulador, de las tentaciones ("Si eres Hijo de Dios...") se hace más sofisticado en la tercera tentación, que toma apariencia religiosa, e incluso usa (manipula) la Escritura. Es la tendencia a "tentar a Dios", la manipulación sutil (incluso inconsciente) de traer a Dios a donde nosotros queremos, convertirlo en garante de nuestras pretensiones y planes. La tentación de una religión que ahorre sufrimientos y dificultades y asegure el éxito. La escueta respuesta de Jesús, en este caso, resume el camino de toda una vida buscando la voluntad del Padre, cultivando en la oración la capacidad de escucha para descubrir cómo el Padre abría caminos a través de la realidad que le iba llegando a diario, e incluso, a través de la cruz, para llegar a la Resurrección, la Vida Nueva.
En las otras dos lecturas, encontramos la confesión de fe con la que los israelitas recordaban cómo Dios los había liberado, y la invitación de Pablo a confesar la fe, hacerla nuestra. Las prácticas tradicionales de la Cuaresma: el ayuno, la oración y la solidaridad (así podemos actualizar lo que antes se llamaba limosna), aludidas también en las actitudes con que Jesús responde a sus tentaciones, nos ayudan a profundizar en ese camino de fe. Desde la fe y la confianza en Dios, se nos invita a entrar en la Cuaresma como un tiempo de "desierto", una oportunidad para encontrar un momento de soledad, de encuentro con nosotros mismos. Para preguntarnos por nuestras propias tentaciones, por las tendencias que pueden desviar nuestra vida y alejarnos de Dios, y enfrentarlas. Para hacer más auténtica nuestra fe, nuestro acercamiento a Cristo.