sábado, 26 de marzo de 2022

"Dejaos reconciliar por Dios" (2 Co 5, 20; Lc 15, 1-3.11-32)

 


El relato evangélico de hoy se abre con una crítica, que marca la razón de la ruptura de los fariseos con Jesús: "Ese acoge a los pecadores y come con ellos". Jesús proclama el amor misericordioso del Padre, que acoge a todos, que no se pliega a las divisiones y los rechazos que llenan nuestro mundo, y que enarbolaban, como bandera, los distintos grupos del tiempo de Jesús (justos y pecadores, judíos y gentiles, etc.). Por ser fiel a ese amor del Padre a todos, es por lo que todos irán dejando solo a Jesús, y al final lo llevarán a la cruz. Y hoy nos sigue costando aceptar ese amor que es más abierto que nuestros límites y bandos, más profundo que cualquier cálculo. 

Jesús nos habla de este amor, con la parábola de un padre incomprendido. Uno de sus hijos pensó que sería más feliz lejos de él, y actuó sin ningún respeto (pedir la herencia significaba poco menos que desear la muerte de su padre). Aun cuando vuelve, espera un perdón limitado, que lo deje entrar en casa como jornalero. El otro permanece a su lado, pero nunca ha entrado en su corazón, se mantiene en la posición de un siervo que obedece órdenes, pero no ha comprendido que su padre le ofrece algo mejor: compartir su vida. Y hace presea en él el resentimiento.

Y el padre manifiesta, con todos los medios, su amor: restituye al que se alejó en su condición de hijo (el anillo, el vestido, la fiesta...), y sale a buscar al otro, a intentar hacerle caer en la cuenta de su verdadera condición: "todo lo mío es tuyo".

Y en el fondo de ese amor incomprendido, sólo conocido a medias (el amor que Dios tiene por ti), aparece una alegría que rebosa del corazón del Padre, en gestos de cariño y en una fiesta. Se nos invita a entrar en ella. 

La carta de San Pablo a los Corintios nos ofrece otra perspectiva, al hablarnos de Jesús, que no conocía el pecado, pero cargó con nuestro pecado. Es el Hijo que vino a buscarnos, para que podamos encontrar el camino de vuelta a casa del Padre, que es la casa de la fraternidad. Unidos a Él, participamos de su ministerio, que es reconciliar, construir paz. (1 Cor 5, 17-18).

La parábola "del hijo pródigo" (o más bien, del Padre) nos invita a orar y meditar, reconocer lo que tenemos de cada uno de los personajes que ahí aparecen. A descubrir lo que necesitamos reconciliar, a vivir y celebrar la reconciliación (ése es el sentido de la confesión sacramental: vivir y profundizar en esta experiencia). 

El regreso del hijo pródigo está lleno de ambigüedades. Está viajando por el camino correcto; sin embargo, está aún lejos de fiarse del amor de su padre... Uno de los grandes retos de la vida espiritual es recibir el perdón de Dios. Hay algo en nosotros lo humanos, que nos hace aferrarnos a nuestros pecados y nos previene de dejar a Dios que borre nuestro pasado y nos ofrezca un comienzo completamente nuevo.
    Recibir el perdón implica voluntad de dejar a Dios ser Dios y de dejarle hacer todo el trabajo de sanación, restauración y renovación de mi persona. Siempre que intento hacer yo sólo parte del trabajo, termino conformándome con soluciones del tipo “convertirme en jornalero”
    (Henry Nouwen, El Regreso del hijo pródigo, pp. 57-59)

Yo he visto al padre en la plaza
con los ojos extraviados,
la mirada lejana.

Lo he visto por los caminos
que se alejan de la casa
murmurando un nombre,
preguntando a las distancias.

Yo he visto al padre disimulando
la ausencia,
amando también al otro hijo
(el de la sonrisa triste
y la férrea constancia).

Yo he visto la ropa nueva,
ese anillo,
las sandalias.

Lo he visto muchas veces,
demasiadas...

Por eso he vuelto.

                Rafael Velasco, sj.



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