En esta fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, contemplamos a Jesús en la cruz, convertido en objeto de escarmiento y burla. El cartel sobre la cruz anunciaba el motivo de la condena (y a la vez, su falsedad e injusticia: Jesús siempre rechazó los intentos judíos de proclamarlo rey, y ante Pilato afirmó que su reino no es de este mundo) y también era una especie de aviso para quien se levantara contra el poder romano (por eso, la protesta de los sumos sacerdotes, Jn 19, 21-22). Sus adversarios, ante todo el pueblo (Lc 23,35: "Estaba el pueblo mirando") se regodean del fracaso de Jesús, burlándose de su desvalimiento.
El relato vuelve, una y otra vez, sobre el título de Jesús como rey y Mesías (ungido de Dios), y sobre la salvación. Resuena también, de fondo, una de las tentaciones que Jesús ya enfrentó en el desierto, la del Mesías del éxito, sin tropiezo ni fracaso (Lc 4, 9-13).
El relato nos invita a un camino de acercamiento a la verdad de este Cristo en la cruz. Los magistrados, desde la distancia de su soberbia, desprecian a ese Cristo que parece incapaz de salvarse a sí mismo. También se burlan los soldados, aunque se acercan a ofrecerle vinagre (en algunos lugares, y a falta de cosa mejor, se añadía vinagre al agua para provocar sensación refrescante). Junto a la cruz de Jesús, crucificados como Él, hay dos malhechores, tal vez bandoleros, o guerrilleros antirromanos. De ahí, tal vez, la imprecación exasperada de uno de ellos, ante ese Mesías que no lucha, que parece no hacer nada ante la injusticia y ante el dolor que alcanza a los tres: "Sálvate a ti mismo y a nosotros". Y por último, el otro malhechor, que toma conciencia del fracaso del camino de violencia que ha seguido hasta entonces, y se vuelve hacia Jesús, lo llama por su nombre (es el único, de cuantos piden algo a Jesús en el Evangelio, que lo llama así) y le pide algo que parece no acertar a concretarse, pero expresa una confianza, una relación personal: "acuérdate de mí".
Y entonces, Jesús desvela su realeza y su poder, que se apoyan en la misericordia y el perdón. No ha venido a salvarse y enaltecerse a sí mismo, sino a ofrecer a todos la salvación de Dios, y para ello no ha dudado en entregar su vida.
Y la ofrece "hoy". Él siempre está presente. Ese "hoy" del Evangelio nos interpela, nos invita a dirigirnos a Jesús desde el aquí y ahora de lo que somos y vivimos, para dejarnos alcanzar por esta vida. Podemos hacer nuestras las palabras de la primera lectura: "hueso tuyo y carne tuya somos" (1 Sam 5,1), porque Él ha asumido nuestra condición humana. Abrirnos a ese reino que pedimos cada vez que rezamos el Padre nuestro. Ese reinado de Dios que se manifiesta donde la violencia deja paso a la paz; donde la justicia avanza; donde se abren caminos de solidaridad. Cristo empieza a reinar cuando no nos "gobiernan" los miedos, complejos, odios... sino que crecemos en libertad y en amor.
Una armonía que nos habla de que hemos sido creados para el amor. Y reconciliados por la misericordia de Dios, su amor entrañable en nuestra fragilidad, para que vivamos en plenitud. Cristo es rey impulsando nuestras vidas a esa plenitud.
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