martes, 1 de noviembre de 2022

¡Bienaventurados! (Mt 5, 1-12)


Las celebraciones de Halloween, en estos días, tienen una curiosa mezcla de diversión y tristeza. Por un lado, expresan esa maravillosa capacidad lúdica del ser humano. Maravillosa, porque ese humor que convierte todo en objeto de fiesta, es también una expresión de una esperanza escondida en lo más hondo de nuestro corazón, una capacidad de mirar las cosas de otra manera, de encontrar siempre una salida. Por otro lado, reflejan la oscuridad de la mirada pagana, que más allá de esta vida sólo ve sombras tenebrosas, amenaza, horror. 

Son notorias las dificultades de nuestra cultura para integrar la muerte en su comprensión de la vida. Se rehúye, se esconde... y precisamente, esa dificultad para asumir nuestra fragilidad, nuestro ser mortales, incapacita para comprender sanamente la vida, para vivirla cuando se encuentra con el sufrimiento o las dificultades. 

Las celebraciones cristianas de estos días, con su sobriedad, nos ofrecen otra forma de mirar, serena y esperanzada. Y que conecta con nuestra experiencia. El amor de las personas con las que hemos compartido vida, no muere. Ese amor es como una ventana que nos abre a otra dimensión. Sabemos que hay "algo más" que la biología y sus limitaciones, porque vivimos relaciones en las que hay mucho más que un simple juego de necesidades e intereses.

La fe cristiana en la vida eterna es una consecuencia de la fe en Cristo Resucitado, de la fe en el Espíritu Santo (por eso, en el Credo, hablamos de la vida eterna al hablar del Espíritu). El Espíritu que hace a las personas capaces de perdonar y superar cualquier mal y cualquier herida con el bien; el Espíritu que despliega su capacidad creadora en personas que han realizado obras sobrehumanas, como Teresa de Calcuta o Francisco Javier; el Espíritu que hace a las personas capaces de superar sus limitaciones, a veces de manera asombrosa, y todos los días, de manera más humilde y sencilla. Ese Espíritu de Jesús Resucitado nos hace saber que nuestra vida no se limita a lo que da de sí nuestra biología. Que hemos sido creados por amor, y para la vida, por Dios que es Padre, y que Él quiere compartir su Vida con nosotros. Que, por tanto, aquellas personas que han dejado este mundo que conocemos, están en sus manos, participando ya de esa Vida. 

Saber eso, por cierto, nos hace capaces de descubrir otra forma de vivir, con metas diferentes de las que plantea nuestra cultura. Caminos para aventurar bien la vida, como Jesús. Caminos que pasan por el compartir, la misericordia, la entrega, la búsqueda de la justicia y la construcción de la paz... Caminos que hacen posible la paz del corazón aun en el encuentro con el sufrimiento, y la libertad incluso en situaciones de persecución. Las bienaventuranzas nos invitan a explorar otra manera de felicidad y de vida, siguiendo a Jesús, que es quien mejor las encarna.

Mañana recordaremos a nuestros difuntos, con esperanza en el Dios de la Vida. Hoy celebramos la santidad de muchos de ellos: algunos famosos por sus obras; otros muchos escondidos, pero bien conocidos por Dios; personas que no fueron perfectas, pero vivieron en el amor y pasaron, como Jesús, haciendo el bien. Algunos textos litúrgicos hablan de los santos como "corona de Cristo". Y es que fueron cauces del amor de Dios para muchos. Y ese amor que vivieron, ese bien que hicieron, es la gloria de Dios.   

Todos los que militáis
debajo de esta bandera,
ya no durmáis, no durmáis
pues que no hay paz en la tierra.

(...)

¡No haya ningún cobarde!
¡Aventuremos la vida!

Pues Jesús es nuestra guía,
y el premio de aquesta guerra.
Ya no durmáis, no durmáis,
porque no hay paz en la tierra.

(Sta. Teresa de Jesús)



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