El relato de la Pasión, en los cuatro evangelios, es un relato denso, lleno de contenido, y a la vez conciso. Permite ver e imaginar los sufrimientos de Jesús, pero no abunda en ellos. Prefiere apuntar detalles que nos hablan de la salvación que esta vida entregada nos ofrece, del misterio de Dios que se revela, veladamente (valga la paradoja) en Jesús, el Maestro que muere despreciado, desautorizado, condenado. Y aun así, prometiendo vida y llamando a conversión. Lucas subraya la misericordia de Jesús y refiere con toda claridad la confianza en el Padre que Jesús vive hasta su último aliento (confianza que, de forma un poco más oscura, refieren Mateo y Marcos al recordarlo orando con el salmo 21). Vale la pena leerlo y contemplarlo despacio, dejándonos interpelar.
Entramos con Jesús en Jerusalén. El Evangelio nos invita a entrar. A no quedarnos como meros espectadores. Llama la atención esa multitud que un día aclama entusiasmada, y otro condena, fácil de manipular porque le faltan raíces (Mt 13, 6). Incluso a los discípulos les cuesta alcanzar el sentido de lo que están viviendo, y se pierden en discusiones durante la Cena o se duermen en el Huerto. También a nosotros nos cuesta entrar en este Misterio, cuyo relato conocemos "de memoria", pero cuya profundidad nos sobrepasa. No nos quedemos en la superficie, en folclores, en sentimientos de un momento, en costumbres. Al celebrar la Pascua, cada año, (al celebrarla este año, con lo que estamos viviendo ahora), renovamos nuestro bautismo, que nos vincula, vitalmente, a Cristo muerto y resucitado. Para descubrir que su muerte acompaña y sana nuestras heridas, y su Resurrección va abre nuestra existencia a nuevas, dimensiones que son anticipos de una Vida incontenible.
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