Cristo, elevado en la cruz, es nuestro estandarte.
Ante un mundo que
busca a toda costa el éxito, y fracasa, nosotros seguimos a Alguien que se
atrevió a fracasar por amor.
Ante un mundo
fascinado por el placer y por el poder, e impotente para detener el
dolor que su propia injusticia provoca, levantamos a un
crucificado, a Aquél que vino para servir y dar la vida por todos.
Ante un mundo que inútilmente intenta huir de la muerte o esconderla, nosotros
miramos a alguien que asumió la muerte, para darnos la Vida.
Ante un mundo que
tiende a cerrarse en el egoísmo y a rechazar a Dios, queremos abrir el corazón a quien, por
amor al mundo, nos ha dado lo más querido, su propio Hijo.
El amor de Dios, manifestado en la entrega de Jesús, es nuestra bandera. La única capaz de reconciliar a la
humanidad dividida en bandos, para construir un mundo de hermanos.
Es a Jesús a quien seguimos. Queremos vivir a su luz, acoger su amor, que se nos regala gratuitamente –por pura gracia estáis salvados (Ef 2, 5)-. Queremos responder con lealtad (realizar la verdad, Jn 3,21).
Y a la vez, somos conscientes de que también hay sombras en nosotros. Estamos heridos: mordidos por la muerte, por la tristeza, por la soledad, por las miserias de nuestro mundo, porque somos de su misma barro: ambición, errores, idolatrías... Por eso miramos a Cristo, que ha cargado con todo eso, y que a través de su muerte, de su vida entregada por nosotros, abre un camino de liberación. Nos ponemos a la sombra de la cruz, a la luz del amor de Dios que se revela en ella. Con humildad, reconociendo nuestra realidad. Con confianza en su amor, que libera y renueva.
Lecturas de hoy (www.ciudadredonda.org)
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