En medio de nuestro mundo, que tantas veces percibimos
manchado por noticias de corrupción, de violencia, de injusticia, levantamos la
mirada hacia María, la llena de gracia.
Contemplamos a María, que con su Sí abre la historia de la
humanidad a Dios, a su salvación. Y en ese Sí humilde y lleno de
disponibilidad, atisbamos una vida transparente a la acción de Dios, libre de
intereses, de interferencias que obstaculicen u opaquen su obrar.
Miramos a María, la madre de misericordia, la que Jesús nos
ha dado por madre. En ella encontramos plenamente realizada la obra de la
gracia, del Amor de Dios, que en nuestras vidas va afanosamente realizándose.
Y por eso María es para nosotros luz de esperanza. Como
escuchamos en la carta de Pablo a los Efesios, sabemos que Dios nos ha llamado
a participar de esa plenitud de vida. A través de Jesucristo, “El nos ha destinado a ser sus hijos”, “a ser santos e intachables ante él por el
amor”.
Y le pedimos a María, la llena
de gracia, que nos enseñe a abrir nuestra vida a la gracia de Dios, a su
amor.
El Adviento nos habla de una esperanza que es fuente de ánimo
y consuelo en nuestra vida, como dice S. Pablo (Rom 15,4). Del reinado de Dios,
que anuncia el profeta Isaías, con un lenguaje poético, lleno de hermosura. Un
reinado que llega humildemente, en signos pequeños, pero trae la fuerza del
Espíritu Santo, para instaurar paz, para transmitirnos la Vida de Dios.
Esta esperanza es apertura a una realidad nueva. Y por ello
implica un cambio en nuestras vidas. Nos llama a la conversión. El Reino de
Dios está cerca, pero para entrar en él, y para que él se haga presente en
nuestro mundo, hay un paso que nosotros hemos de dar. Juan el Bautista nos llama
a preparar el camino para aquél que viene a nosotros. Remover los obstáculos
que impiden que llegue. Y dar frutos de conversión: no basta con ser creyentes
(“hijos de Abraham”, como él dice a
los judíos), no basta con llevar el título de cristianos, ni con participar en
unos ritos.
Juan anuncia ese Reino y apunta a Jesús, que viene con un bautismo
de Espíritu Santo. La conversión implica también una actitud de escucha, para
abrirnos a un “conocimiento del Señor”
siempre nuevo, siempre mayor que lo que sabemos y vivimos de Él. Para acoger la
acción del Espíritu, capaz de sorprendernos. El próximo domingo veremos al
propio Juan sorprendido y perplejo, ante el Mesías que él anunciaba como juez
riguroso, y que llega reflejando la misericordia entrañable de un Padre.
La segunda lectura, en línea con esa misericordia, nos
ofrece una pista de conversión: la acogida mutua, la búsqueda de la concordia.
Y propone el ejemplo de Jesús, que, para llevarnos a todos más allá de la ley,
para llevarnos al ámbito del amor gratuito de Dios, se sometió a la ley (la
circuncisión, en ese caso). En estos tiempos de crispación, algunos frutos de
conversión pueden ser el cultivar la acogida y la escucha mutua. O el acercarnos
a personas de nuestro entorno (familiares, por ejemplo) que van quedando
alejadas...