Anoche, en la Misa del Gallo, escuchábamos cómo narra Lucas
el nacimiento de Jesús. La gloria de Dios y la paz que Él nos ofrece se
manifiestan en ese niño “envuelto en
pañales y acostado en un pesebre”. Pequeño, pobre, vulnerable. Dios nos
trae la salvación y la vida, y para ello necesita nuestra acogida, nuestra
colaboración, nuestro cuidado.
Las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar sobre este
misterio, descubriendo a Jesús de Nazaret como la Palabra eterna del Padre, “reflejo de su gloria, impronta de su ser”. La
sabiduría que “sostiene todo con su
palabra poderosa” (Heb. 1,3), pues “el
mundo se hizo por medio de Él” (Jn 1, 10). Luz que “ilumina a todo hombre”, que nos da
a conocer a Dios (ese Dios que intuimos, pero “a quien nadie ha visto jamás”), que nos trae “la gracia y la verdad” y nos
hace capaces de hacernos “hijos de Dios” (Jn
1, 9.11).
La carta a los Hebreos nos invita a la adoración. Ponernos
en silencio y actitud de escucha ante Jesús.
“ Una palabra habló el Padre,
que fue su Hijo,
y ésta habla en
eterno silencio,
y en silencio ha de
ser oída del alma ”
(San Juan de la Cruz)
Lc 2, 14 se suele traducir “Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres de buena voluntad”. Pero
Lucas se refiere a la “buena voluntad” de
Dios. Él, por su buena voluntad, ofrece
la paz: no sólo a los buenos (ay, esa
tendencia nuestra a dividir el mundo en buenos
y malos), sino a todos. Él es la
bondad y la paz que estamos llamados a acoger y asimilar.

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