El tercer domingo, de Gaudete,
nos invita a descubrir otra dimensión de la esperanza: la alegría. Alegría
porque no estamos solos en el camino de la vida, porque Dios mantiene su fidelidad perpetuamente (Salmo
145), y viene a salvarnos. Frente a la tentación de la queja (de la que nos
advierte Santiago), nos invita a una mirada capaz de descubrir signos de la
presencia de Dios, que abre los ojos al
ciego, endereza a los que ya se doblan, liberta a los cautivos, hace justicia a
los oprimidos…”.
Dios realiza, cumple lo anunciado por los profetas. Y su actuar
va más allá, sorprendiéndonos. En el Evangelio, Jesús confirma la figura y la
misión de Juan. A la vez (y en aquél mundo en que el más antiguo, el mayor, era considerado el más
importante) señala que Él, (menor en
edad) y la palabra que trae, son más grandes.
Y su actuar sorprende al mismo Juan. Juan anunciaba al Mesías como un juez
riguroso (“todo árbol que no dé buen
fruto será cortado y arrojado al fuego” Mt 3,10), y Jesús viene con
sencillez y misericordia.
Se nos invita a mantener la capacidad de sorpresa, a no
aferrarnos a nuestras expectativas, nuestros prejuicios. Esperar es también
abrirse a lo inesperado, a Aquél que abre caminos nuevos, y no cabe en nuestros
esquemas y nuestros cálculos.
El Carmelo, hoy, celebra a S. Juan de la Cruz, en el tercer
centenario de su canonización y el primero de su doctorado. Juan de la Cruz nos
habla de la esperanza, junto a la fe y el amor, como actitudes fundamentales
para llegar a Dios. Y, frente a nuestra tendencia a acumular (bienes,
experiencias, seguridades…) nos dice que estas virtudes teologales en clave de vaciamiento, para hacer espacio en
nuestra vida y en nuestro corazón a Dios. Porque Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso” (Subida del Monte Carmelo, II, 21, 2), y “Para ir a donde no sabes, has de ir por
donde no sabes… has de ir por donde no posees”.
Él nos invita a acoger a Dios que asume nuestra realidad, y
nos trae su alegría, don suyo. Así cantaba él la Encarnación y el nacimiento
del Hijo de Dios, como desposorio entre Dios y la humanidad:
Ya que era llegado el tiempo
en que de nacer había,
(…)
Los hombres decían cantares,
los ángeles melodía,
festejando el desposorio
300. que entre tales dos había.
Pero Dios en el pesebre
allí lloraba y gemía,
que eran joyas que la esposa
al desposorio traía.
305. Y
de que tal trueque veía:
el llanto del hombre en Dios,
y en el hombre la alegría,
lo cual del uno y del otro
tan ajeno ser solía.
(Romance sobre la Encarnación del Verbo)
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