Ayer, Domingo 26 de enero, falleció, en Zaragoza, D. Emilio del Moral, capellán castrense, que durante muchos años ejerció su ministerio sacerdotal ayudando en esta Parroquia de San Juan de la Cruz. Hombre menudo y discreto, rico en títulos, reconocimientos y años, y a la vez hombre afable, sencillo, que nunca hizo alarde de nada. Entusiasta, positivo, gran conversador.
Ayer nos dejó un sacerdote admirado y querido por todos. Se ha ido D. Emilio igual que vivió, sin hacer ruido. Gracias por tus años, por tu dedicación, por tu trabajo, por tu amistad y por tu ejemplo. Hasta siempre
Celebramos hoy el Domingo de la Palabra de Dios. El Papa
Francisco instituyó este Domingo y el de los pobres, para subrayar (junto con
la Eucaristía, festejada en el Corpus) estos tres “lugares” fundamentales de
encuentro con Dios: la Eucaristía, la Palabra de Dios, los pobres. Para
vivirlos, hemos de educar una forma de “ver”, de “escuchar”, y de actuar.
De la Palabra de Dios hablan hoy la lectura de Nehemías: nos
presenta a Israel congregado en torno a la Ley de Dios, que lo fundamenta y lo construye.
Y también el Salmo 18, con el que podemos orar hoy: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida”.
Y Lucas nos da la clave. Escuchamos hoy el “prólogo” de su
Evangelio, que nos cuenta su finalidad y el cómo se ha escrito. En esas líneas
está resumido todo un proceso de recogida (e investigación) de los recuerdos de
la vida y las obras de Jesús, que circulaban entre las comunidades cristianas, y
que Lucas reúne con un orden y un sentido. Todo ello “para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”: el
Evangelio no es una palabra más (en este mundo lleno de relatos y de
mitologías). Nos lleva a un acontecimiento, totalmente real e histórico,
transmitido por testigos (testigo en
griego, es “mártir”: y es que lo que Magdalena,
Pedro, Juan -entre otros- vivieron, transformó sus vidas. En Jesús encontraron
la Vida, y dieron testimonio de Él con su palabra y su vida, hasta entregarla.
Como Jesús).
La “solidez de las
enseñanzas” es Jesús. Él es el centro de todo el relato. Y los Evangelios
son “puentes” para que nos acerquemos
a su persona, para que cada uno escuchemos sus palabras y seamos alcanzados por
sus gestos, su obra.
Jesús es el cumplimiento
y la plenitud de toda las Escrituras anteriores, de todas las promesas hechas
por Dios, de los anhelos de la humanidad, como hoy escuchamos que comenzó a decirles. Lo seguirá diciendo
con todas sus palabras y hechos, hasta el final. En el pasaje que escuchamos, va
al pueblo en que se crió y toma contacto con sus raíces: la sinagoga en que se
congregaban los creyentes judíos, la Escritura. Recoge todo para dar, con su
vida, una respuesta de gracia, de
amor gratuito de Dios que renueva todo. Y que es luz para abrir los ojos de
muchos ciegos y libertad frente a muchas cautividades, adicciones, opresiones.
“Hoy se cumple esto”. Se subraya este hoy (en este y otros lugares del Evangelio: Lc 2, 11; Lc 19, 1-10;
Lc 23, 43). Jesús es presente. No escuchamos el Evangelio (y desde Él, el resto
de la Escritura) como algo del pasado. El sigue actuando. Hoy se acerca a ti.
Hoy está haciendo brotar y crecer algo en tu corazón y en tu vida, en esta
realidad que estás viviendo, con su complejidad, con sus dificultades, su fragilidad
y sus posibilidades. ¿Cómo puedes abrirte a su presencia, descubrirlo,
responder?
Terminábamos el tiempo de Navidad con la manifestación de
Jesús como Hijo de Dios en su Epifanía y en el Bautismo. Hoy contemplamos “el primero de los signos, que Jesús realizó
en Caná de Galilea; así manifestó su gloria”. Y entramos en el tiempo ordinario con la
última palabra que María nos deja en el Evangelio: “Haced lo que él os diga”.
Este signo
inaugural de Jesús apunta también al sentido de toda su misión. Y así, Juan
habla de la Hora de Jesús, de su gloria, y de María, que estarán presentes en el
momento de la cruz. Coloca así los demás hechos y dichos de Jesús entre estos
dos momentos (Caná y la Cruz) que revelan la obra de Jesús, lo que Él es para
nosotros.
Y la imagen que expresa esto es un banquete de bodas:
celebración desbordante del amor, que nos habla de la vida sobreabundante de
Dios.
Este pasaje de Caná está lleno de detalles significativos. Nos
habla (entre otras muchas cosas) del paso del Antiguo Testamento al Nuevo, al
tiempo de Jesús. La religiosidad de la Ley se agota: “no tienen vino”. Y Jesústrae el “vino bueno”. Lo hace,
sin embargo, recogiendo la enseñanza del Antiguo Testamento, su esfuerzo de purificación. El agua de esas tinajas, que se han llenado hasta arriba, Jesús lo transforma en el vino excelente. Una
vez más, se entrelaza el trabajo humano con la obra gratuita de Dios, que tiene
caminos sorprendentes (diferentes de los de “todo el mundo”). Quien sabe de
dónde venía ese vino son los sirvientes, los que han hecho lo que Jesús
decía, y se han vuelto un poco semejantes a aquél que está “en medio de vosotros como el que sirve” (Lc
22, 27).
María acompaña este camino, y nos enseña a orar: Con una
mirada atenta a las necesidades que hay a su alrededor. Con una delicadeza que
no le dice a Jesús lo que ha de hacer, sino simplemente expone confiadamente la
situación. Con constancia, que no se rinde ante la aparente falta de respuesta
de Jesús (esas palabras, que también se podrían traducir como “¿y qué tenemos que ver tú yo con esto?”,
y que expresan la distancia entre Dios y el hombre, el misterio: la oración es
eficaz pero no automática). Con una actitud comprometida, dispuesta a hacer lo
que Él nos dice. Porque la oración es diálogo “de ida y vuelta” entre Dios y nosotros.
Caná nos habla también del valor del matrimonio. Ésta es la
mejor imagen que encuentra la Biblia para hablar del amor de Dios, fecundo, y
de su compromiso con la humanidad. Por eso el matrimonio es para nosotros
sacramento: signo de ese amor, y cauce para vivirlo. Isaías evoca nuestra
vocación de ser, con nuestra vida, testigos de este amor en el mundo. “Por amor a Sión no callaré, por amor de
Jerusalén no descansaré…” (Is
62, 1-5)
Estamos, además, en la Semana de Oración por la unidad de
los cristianos. San Pablo (1 Cor 12, 4-11) nos habla del mismo “Dios que obra todo en todos”y nos invita a unir nuestras diferentes
sensibilidades y caminos “para el bien
común”. El lema de este año, “¿Crees
esto?” (Jn 11, 26) nos remite a la fe que todos los cristianos (de las
distintas confesiones) tenemos en Cristo, Dios y hombre verdadero, como lo
definió, hace ahora 1.700 años, el Concilio de Nicea. Anímate a intentar
participar en alguno de los momentos de oración ecuménica que se realizan en tu
ciudad.
La fiesta del Bautismo del Señor concluye el ciclo de la
Navidad. Jesús, nacido en Belén y presentado a Israel y a todos los pueblos, hoy
se manifiesta como Hijo de Dios, y también manifiesta el sentido de la misión
que en ese momento comienza.
El bautismo de Juan era un signo de conversión y penitencia.
Siglos atrás, los hebreos atravesaron el Jordán para entrar en la Tierra
Prometida como Pueblo de Dios. Sumergirse de nuevo en ese río expresaba e deseo
de vivir pueblo de Dios, fieles a la Alianza con Dios. A la vez, Juan anuncia
que era preparación para algo nuevo.
Jesús trae esa realidad nueva, y lo hace asumiendo el gesto
de Juan. Sorprende que Aquél que no tiene pecado se una al grupo de penitentes
que reciben el bautismo. Pero es que así será, precisamente, su Misión: el Hijo
de Dios se hace solidario con la humanidad: Él se ha unido a nosotros, ha
venido para asumir la realidad de esta humanidad pecadora y frágil, que busca
la Vida, que busca a Dios. Y así es como se abre el cielo. Y en Jesús, la
humanidad se hace capaz de acoger el Espíritu. (Espíritu que viene sobre él
como una paloma, recordando aquella paloma que, al terminar el diluvio, buscaba
un lugar en el que poder anidar).
Es significativo que en esta escena se hace presente la Trinidad:
vemos a Jesús, y al Espíritu que se posa sobre El, y escuchamos la voz del
Padre que lo proclama como Hijo. El misterio de la Santísima Trinidad se revela
como un misterio de profunda cercanía: Dios acoge nuestra historia de errores y
de búsqueda, de pecado y de anhelo de bien y de vida. Porque él nos busca
primero: nos ha creado por amor, nos ha enviado a su Hijo para hacernos hijos,
y nos envía el Espíritu, para que nos ayude a Vivir unidos a Él.
El bautismo de Jesús anticipa lo que será su misión, que
incluirá la cruz (en otro momento, Jesús dirá: “con un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cuánta angustia siento
hasta que se cumpla!”) y la Resurrección. Nuestro bautismo significa
sumergirnos en ese misterio pascual de Jesús, unirnos a Cristo muerto y
Resucitado, para participar de toda su Vida.
Desde ahí podemos leer las lecturas de hoy. Se refieren, en
primer término, al Mesías. Y también a nosotros, unidos a él. Estamos llamados
a pasar, como Jesús, “haciendo el bien y
curando”, a intentar ser luz y manifestar la justicia con verdad, a abrir los ojos de los ciegos, y liberar
cautivos. Y para cada uno de nosotros –sobre ti, personalmente- es esta
palabra: “Tú eres mi Hijo, el amado; en
ti me complazco”.
Celebramos hoy la fiesta de la Epifanía: la manifestación
del Hijo de Dios, nacido en Belén, a todos los pueblos, representados en esos
magos de Oriente. La carta a los Efesios subraya este aspecto: el regalo que
Dios nos ha hecho, su Hijo, es para todos los pueblos.
De una forma especial, para todos los que buscan. Mateo
contrasta la imagen de los sacerdotes y
escribas del país (los sabios
oficiales), que saben decir dónde ha de nacer el Mesías, pero no lo encuentran,
porque no se mueven de su lugar (y se han sometido a un rey falso), con los
magos: son unos personajes doblemente sospechosos para la tradición judía (por
extranjeros, y porque la Ley judía condena la magia y a los que la practican
Levítico, 19,26 y 20,27). Pero ellos sí se encuentran con el Mesías, porque han
visto salir su estrella, han sido capaces
de ponerse en camino y de buscar por todos los medios (su sabiduría de
astrónomos-astrólogos, pero también el preguntar) y lo hacen con actitud de
adoración. Adoración que se expresa en los regalos que le ofrecen. Frutos de
ese encuentro son la alegría (inmensa) y una transformación que se atisba en
ese volver “a su tierra por otro camino”.
En esta penúltima fiesta de la Navidad (la última es el
Bautismo), se nos invita a adorar a Jesús, el regalo que el Padre nos hace,
reconocer su generosidad para vivirla. Y pedir al Señor la gracia de reconocer
sus signos, ver salir su estrella en nuestra vida; la gracia de ponernos en
camino, para encontrarnos, cada vez más profundamente, con Él.
La liturgia nos invita a seguir profundizando en el sentido
de lo que estamos celebrando. Como dice la carta a los Efesios, “Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el
Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e
ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a
la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia”
Volvemos a escuchar (como en Navidad) el comienzo del
Evangelio de Juan, que tiene gran riqueza. Las otras lecturas ayudan a
iluminar, en él, algunos detalles:
- El Logos (el término original de Juan, que se traduce
como Palabra. O el Verbo, para subrayar su carácter activo). Es la palabra como
capacidad de comunicación, y también significa razón, sabiduría… La reflexión
del pueblo de Israel identifica esta sabiduría con la Palabra de Dios, como
escuchamos en la lectura del Eclesiástico. El ser humano busca y necesita
sabiduría para vivir, Dios nos entrega su sabiduría, que es su propio Hijo, en
Jesús. Jesús (su persona, su palabra, sus obras…) es nuestra sabiduría, nuestra
clave y criterio para nuestra forma de pensar y vivir, de comunicarnos…
- La gracia. Dios
nos regala al Hijo, porque, desde antes de fundar el mundo, ha pensado en
nosotros, nos ha creado y nos ha llamado a
ser sus hijos. “Para que fuésemos
santos e intachables ante él por el amor”. Dios nos ama tanto que no puede tacharnos (lo que también llama a
reflexionar sobre la facilidad con que, a veces, nosotros tachamos a otros), nos comparte su vida (la santidad), nos invita a
vivir todo eso plenamente. Como nos recuerda San Juan “a los que lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que
creen”. Nuestra disposición a acogerle es la parte que a nosotros nos toca,
para que esa gracia dé fruto en plenitud. Recordamos que, en el arte de acoger
y colaborar con Dios, María nos enseña y acompaña.
- Esa sabiduría para
conocerlo y para comprender tiene
relación con una conversión: desde nuestras ideas preconcebidas sobre Dios, nos
volvemos hacia Jesús, porque “A Dios nadie
lo ha visto jamás. El Hijo Único de Dios, que está en el seno del Padre, es
quien lo ha dado a conocer”
Comenzamos el año con la Jornada Mundial de la Paz
(establecida en 1967 por Pablo VI, el mismo que fijó en el 1 de enero la fiesta
de Santa María, Madre de Dios). La bendición del libro de los Números (6 22-27),
que hoy recibimos, habla de la Paz, que es don del Mesías, y que implica todo
lo que hace posible una vida sana, plena, en armonía. En la Escritura está
vinculada a la justicia y la fraternidad, a la misericordia, la fe, la alegría.
Es don del Mesías. Pablo nos dirá que “Cristo
es nuestra paz” (Efesios, 2, 14).
María nos acerca al misterio de Dios que se hace hombre. El
título con que la invocamos, proclamado en el Concilio de Éfeso (año 431)
expresa cómo en Jesús están integrados lo humano y lo divino. El Hijo de Dios
no se “reviste” de una apariencia humana, sino que verdaderamente se hace
hombre, se somete a las leyes naturales e históricas de nuestra existencia. Y
así, abre nuestra realidad, desde dentro, a su paz, a su plenitud, a su vida:
Dios nos convierte en hijos suyos (la adopción no es una
filiación "de segunda”. Al contrario: en aquella cultura el hijo adoptado –por ejemplo, para ser
sucesor del César- es el hijo elegido).
Y Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo, para ir transformando desde dentro (siempre con nuestra colaboración)
nuestra realidad. Para que vivamos como hijos. Como Jesús, el que nos ha
enseñado a orar diciendo “¡Abba!” ¡Padre!
Este camino de ser hijos de Dios pasa (entre otras cosas)
por la oración. María, la llena de gracia,
la persona abierta al Espíritu, nos guía en él con su: “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.
Comenzamos un año nuevo. Tiempo para crecer como hijos de
Dios, y para construir la paz. Las liturgia, hoy, nos invita a reconocer la
bendición de Dios, a conservar en nuestro corazón lo que nos habla de Él. Busca
un momento para repasar, en oración, el año terminado. Para reconocer el paso
de Dios por tu vida, ver los frutos que hace brotar, también tomar conciencia
de cómo estás llamado a colaborar con su obra. Para recordar, ante Él, a las
personas que has ido encontrando en este camino. Para poner ante Él tus planes
y proyectos, pidiéndole que te ayude a mantener los ojos y el corazón abiertos
a los suyos.