domingo, 20 de agosto de 2023

"Para tener misericordia de todos" (Rom 11, 32; Mt 15, 21-28)

Las lecturas de este domingo nos hablan de la salvación de Dios que es para todos. Esta noción, que quizás nos parece familiar y fácil de asumir, para el pueblo de Israel implicó un arduo camino. Contemplar sus dificultades para dejar atrás una concepción nacionalista y cerrada de "su" Dios y comprender que es Padre de todos, nos invita a preguntarnos si esa tendencia al exclusivismo, tan fuerte en el corazón humano, se nos puede también colar nosotros (tal vez de otras maneras, relacionadas con opciones políticas, con formas de pensar o de ser, con sensibilidades...). En este tiempo de Sínodo, nos invita a afinar la capacidad de escucha, de diálogo y de tender puentes de colaboración con todos.

La lectura de Isaías plantea un nuevo modo de ser "el pueblo del Señor". Ya no depende de la nacionalidad, sino de "amar el nombre del Señor y ser sus servidores". La victoria de Dios es salvación, que quiere ofrecerse a todos, y lo que nos prepara para acogerla y nos introduce en ella es "velar por la equidad y practicar la justicia". 

Pablo, por su parte, concluye la reflexión sobre judíos y gentiles que comenzábamos a escuchar el domingo pasado. "Los dones y la llamada de Dios son irrevocables", y  por eso, el rechazo del pueblo judío a Cristo, que se ha convertido en ocasión para que el Evangelio y la salvación llegue a todos los pueblos, no ha de terminar en muerte sino en vida. La misma misericordia que ha convertido su rebeldía en oportunidad de salvación para otros, encontrará camino para salvarlos a ellos. Frente a la tendencia a la rebeldía, expresada de diversas formas (los paganos vivían al margen de Dios, el judaísmo rabínico prefirió el cumplimiento de la ley a la gracia que trae Jesús....) el amor misericordioso de todos es el que nos sana y salva a todos.

Esa misericordia es la que invoca la mujer cananea. Jesús, en vez de "despacharla rápido" (como querían los discípulos), profundiza en la situación, a través de un diálogo que, por un lado pone de manifiesto el pensamiento judío (la salvación es para los judíos, que son los "hijos", no para los "perros" paganos). Y por otro, saca a la luz la fe de esa mujer: una fe movida por su amor de madre (que recuerda a las entrañas misericordiosas con que los profetas describen a Dios); que no se presenta ante Dios con pretensiones (como quienes pensaban "merecer" el favor de Dios por su fidelidad a las leyes) sino con humildad, apelando a la misericordia; una fe que se hace oración insistente (como Jesús en otra ocasión enseña, Lc 18, 1-8), sin desfallecer ante la aparente falta inicial de respuesta. 

Esto nos revela también cómo Dios dialoga con las personas, con la humanidad. A veces tendemos a pensar como si Dios ya tuviera todas las cosas "decididas desde la eternidad". El Evangelio, sin embargo, nos muestra a un Dios que hace camino con nosotros, que, misteriosamente, va tejiendo su salvación en nuestra historia, con nuestra colaboración (como una labor de punto o de ganchillo, en la que Dios llevara una aguja y nosotros la otra). Nuestra colaboración y nuestra oración le ayudan a hacer presente su vida en nuestro mundo. 

A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas...! Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás) me parece revestida de amor...
¡Qué dulce alegría pensar que Dios es
justo!; es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza. Siendo así, ¿de qué voy a tener miedo?
               Teresa de Lisieux, Historia de un alma, ms. A, 83


 


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