"Yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 3-45)

 

Juan, en su Evangelio, presenta siete signos que van desvelando quién es Jesús y qué significa su Buena Nueva. La resurrección de Lázaro es el último, y enlaza con la Pascua, la propia muerte y resurrección de Jesús. 

Juan nos acerca a un Jesús profundamente humano, que se estremece y llora ante la muerte de su amigo y el dolor inconsolable de María y las que lo acompañan. A la vez, Jesús manifiesta que es el Hijo de Dios, capaz de de resucitar a Lázaro. Un Dios que se conmueve con nuestras tragedias. Una compasión que no es sólo sentimiento, sino poder que re-crea la vida.

Repetidamente aparece también la frustración, la decepción de Marta y María: "Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano". Nos queda perplejidad por la demora de Jesús en llegar a Betania (y  si Jesús se hubiera puesto en camino inmediatamente, también habría llegado dos días después del entierro de Lázaro). Una perplejidad en la que se pueden reflejar muchas de nuestras desilusiones, decepciones, esperanzas no realizadas. Marta y María la exponen ante Jesús, abiertamente. Confiadamente. Con esa confianza en Jesús, en medio del dolor y la decepción, Marta se abre al diálogo con el Maestro. Un diálogo que la conduce a confesar a Jesús como resurrección y vida (aunque ella aún no es consciente de todo el alcance de lo que está diciendo) y como "el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo". Un diálogo que la lleva a vencer las propias resistencias y atreverse a quitar la losa que cubre el sepulcro de Lázaro. 

La liturgia, nos invita a leer este Evangelio desde la palabra que el profeta Ezequiel, en el siglo VI a.C., decía a un pueblo desterrado, que lo había perdido todo (la independencia y libertad, la tierra, el templo y el modo mismo que tenían de relacionarse con Dios), y se sentía acabado: 

"Yo mismo abriré vuestros sepulcros,
y os haré salir de vuestros sepulcros...
Y cuando abra vuestros sepulcros
y os saque de ellos, pueblo mío,
comprenderéis que soy el Señor.
Pondré mi espíritu en vosotros, y viviréis."

Son palabra para nosotros. Dios renovó la vida de aquel pueblo exiliado. Jesús resucitó a Lázaro. Y esa misma acción salvadora se nos ofrece a nosotros. Tiene que ver con aquellas áreas o dimensiones de nuestra persona donde falta vida; con los desencantos, desconfianzas y tristezas en que hemos caído o nos hemos encerrado.

Una acción salvadora que alcanza nuestra vida presente, porque la Resurrección que Marta esperaba para el último día, es Jesús, que está ya presente, para renovar la vida. Y a la vez, apunta siempre más allá. La vuelta de Lázaro a la vida manifiesta que ni la muerte puede separarnos de Cristo, de su amor salvador: "el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre". La vuelta a la vida de Lázaro es signo de una Resurrección cuyo alcance va más allá de lo que podemos comprender. Nuestra razón es limitada, y comprender lo que es la Vida Nueva de Jesús es para nosotros tan difícil como puede ser, para un ciego de nacimiento, pensar lo que son los colores; o para un sordo, comprender lo que es la música. De la mano de Jesús, de la mano de su Espíritu, que es amor, somos conducidos a esa Vida. 

Una Vida que está enraizada en la entrega de Cristo. En el relato aparece también la conciencia del peligro que tiene ir a Judea (y el valor de Tomás, que, aun sin entender bien lo que hay, quiere seguir al Maestro). Éste será, de hecho, el viaje último de Jesús, y la resurrección de Lázaro será la que lleve a las autoridades a decidir su muerte. Él ha venido para darnos vida. Para darnos la vida. Su muerte manifestará la radicalidad de su entrega. Su Resurrección, la radicalidad de su victoria sobre toda muerte.


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


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