Jesús, una vez más, no entra en casuísticas legales, sino que remite al proyecto del Padre, expresado en el Génesis con unos términos sorprendentemente actuales, que subrayan la igualdad del varón y la mujer ("hueso de mis huesos y carne de mi carne", dice Adán, que no impone nombre a Eva, sino que la reconoce) y la complementariedad entre ambos, en la que la persona encuentra la ayuda que necesita para vivir. Esa igual dignidad y complementariedad están a la base de una unión que es obra de Dios: obra del amor.
Este proyecto de Dios ("al principio de la creación") se ha de realizar en la actual condición humana, herida por el pecado, es decir, caracterizada por la fragilidad y temporalidad. Lo que significa la necesidad de cultivar día a día, con la ayuda de Dios el amor en la familia (y podemos recordar los textos de las cartas apostólicas sobre cómo encarnar el amor en lo cotidiano...). Y por otro lado, plantea el qué hacer cuando, por debilidades humanas, un proyecto así ha llegado a romperse irremediablemente. La Iglesia lleva años esforzándose en la reflexión sobre esta difícil cuestión (mejor dicho: este conjunto de cuestiones y situaciones diferentes). Podemos recoger las palabras del Papa Francisco en su exhortación apostólica Amoris Laetitia (n. 299) que a su vez recogen reflexiones ya expresadas por Benedicto XVI sobre los divorciados: “no sólo sepan que pertenecen al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que puedan tener una experiencia feliz y fecunda. Son bautizados, son hermanos y hermanas, el Espíritu Santo derrama en ellos dones y carismas para el bien de todos (…) Ellos no solo no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y madurar como miembros vivos de la Iglesia, sintiéndola como una madre que les acoge siempre, los cuida con afecto y los anima en el camino de la vida y del Evangelio”
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