Celebramos hoy la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo. El
Nuevo Testamento nos ha dejado una semblanza que nos permite percibir sus
diferentes personalidades. Alguna vez, incluso, entraron en conflicto,
manteniendo la comunión (Gal 2, 11-14. La incertidumbre y la discusión también forma
parte de ese seguir juntos a Jesús y buscar sus caminos). Con su diferente
identidad y misión, son dos columnas de la Iglesia. Ambos, fundamentados en el
Señor, que es el verdadero centro de las lecturas de hoy.
El Evangelio nos sitúa en una encrucijada, tras la primera
predicación del Evangelio. A partir de ahí, Jesús se revelará de forma más
radical, hablando de la entrega de su vida, y de la Resurrección. Y en el
centro, está la confesión de fe en Él como Mesías, Hijo de Dios. Probablemente
Pedro tenía dotes de liderazgo para guiar a sus hermanos, pero es esta confesión,
esta fe, la roca, la clave de su
misión en la Iglesia (en la Última Cena, Jesús vuelve sobre ello: “yo he orado por ti, para que tu fe no
desfallezca. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos” Lc 22, 32
). En el centro está la acción de Dios.
El Salmo y las dos primeras lecturas subrayan que esa obra
es liberadora. Dios libra a Pedro de la cárcel y de las maquinaciones políticas
de Herodes, y, en la narración de los Hechos, esto es un signo: Él guía a la comunidad
cristiana hacia unos horizontes más allá “de
la expectación del pueblo de los judíos” (este capítulo está en medio de la
apertura de la Iglesia a los pueblos gentiles). La Carta a Timoteo nos muestra
a Pablo a punto de entregar su vida, con confianza en el Señor que “me librará de toda obra mala y me salvará.”
El pasaje se nos ofrece como testamento de Pablo, para que sigamos su ejemplo: “he combatido el noble combate, he acabado la
carrera, he conservado la fe”. Para “aguardar
con amor la manifestación del Señor”.
Somos invitados a poner nuestra confianza en Dios. Y así
poder descubrir hacia dónde nos guía, qué horizontes nos abre.
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