Terminamos el año litúrgico contemplando a Cristo como Rey
del Universo y de la Historia. Su Sabiduría es la clave del orden del Cosmos, y
su Palabra es el sentido de la Historia.
La lectura del Apocalipsis, (1,5-8) recoge en buena medida
el sentido de este título de Jesús y de esta fiesta. Él es el que es, y da el
ser; el que estaba al principio de todo; y el que tiene la última palabra sobre
todo.
Juan proclama su realeza en el juicio ante Pilato. Jesús ha
sido entregado por los suyos, está atado e indefenso, con su muerte ya decidida
de antemano (“maltratado y humillado… como cordero llevado al matadero” Is 53,
7). Pero manifiesta su dignidad ante el gobernador, que se convierte en
marioneta del poder, condenando a muerte a Jesús contra su propia conciencia. El
contraste entre Jesús y Pilato es el contraste entre un reino al estilo del
mundo y el reino de Dios. Un reino en cuya esencia está la verdad, que hace
libres (Jn 8, 32). Un reino que, como es amor, pasa por la entrega, incluso por
la cruz. Pero vence a la muerte y a la violencia del mundo.
Un reino que vamos descubriendo poco a poco. El que pedimos
cada día en el Padre Nuestro: ¡Venga tu Reino!.
Estamos llegando al fin del año litúrgico, y las lecturas
nos invitan a mirar la vida desde la perspectiva de lo último, lo definitivo. Para
situarnos, para saber tomar opciones.
El pasaje de Daniel (Dn 12, 1-3) y del Evangelio de hoy nos
llegan como “a medio traducir”. Y es que se pueden traducir las palabras, pero
para entenderlas bien, tendríamos que haber vivido en aquel medio oriente
antiguo, en que dioses y emperadores se identificaban con los astros, cataclismos
y guerras azotaban los pueblos, y ejércitos naciones encumbraban naciones y
luego las derribaban hasta hacerlas desaparecer.
En ese contexto nace el género literario apocalíptico. Con
él Israel expresa una esperanza, una experiencia: Dios es más fuerte (“el amor es más fuerte” dijo Juan Pablo
II). Y su pueblo prevalecerá, aunque parezca insignificante entre esos imperios
dominadores, porque Dios no lo abandona. Dios tiene la última palabra, la que
permanece cuando parecen tambalearse hasta los cimientos del mundo.
Una experiencia que la Iglesia va viviendo a lo largo de los
siglos, entre los vaivenes del mundo y de sus poderes, avasalladores pero transitorios.
Es la esperanza que celebraremos el próximo domingo, con la fiesta de Cristo
Rey: Él es el Señor de la Historia. Su palabra de misericordia y salvación es
la definitiva, la que no pasará. Saber esto nos da fuerza ante las dificultades
y las situaciones desconcertantes de nuestro tiempo.
En cada Eucaristía, tras la consagración (donde hacemos memoria
de las palabras de Jesús en la Última Cena) reafirmamos esta actitud, rientar
nuestra vida mirando a Cristo, muerto y resucitado: “¡Ven, Señor Jesús!”El
Evangelio nos dice que Él está cerca. Y nos llama a estar despiertos, atentos,
para descubrir cómo es eso.
La primera comunidad cristiana interpretaba esa cercanía
pensando que el retorno glorioso de Jesús acontecería en sus años, en aquella
misma generación (1 Tes. 4,17). Poco a poco fueron comprendiendo que “en cuanto al día y la hora, nadie lo conoce…
solo el Padre”. Que esa inmediatez no es cronológica, sino de otro tipo.
Tiene que ver, más bien, con la presencia de Dios en la entraña de la
existencia, abriendo caminos de paz, de bondad, de hermosura. En cada
generación. La imagen de la higuera nos ofrece una clave. Entre los fríos y
oscuridades de nuestro tiempo, hemos sido elegidos como testigos de esa
presencia de Cristo, escondida como la primavera en las yemas tiernas. Testigos
que cultivan la Vida, que va brotando para dar fruto.
Hoy celebramos también la Jornada Mundial de los Pobres. Con
ellos se identifica Jesús, y lo hace precisamente cuando habla de su retorno
como Señor y Juez (Mt 25, 31-46). Dios muestra su gloria haciendo a las
personas vivir en plenitud, y nos pide a nosotros dar frutos de solidaridad
para ayudar en ello.
Señor, escucha la oración de los pobres, que llega hasta tu presencia con la fuerza de la fe y la
esperanza. Haznos capaces de vivir con humildad, reconociendo que todos somos necesitados de tu amor.
Danos un corazón generoso, dispuesto a compartir el sufrimiento de los que menos tienen y a ser instrumentos de tu justicia y misericordia.
Que nuestra oración no se quede en palabras, sino que se transforme en acciones concretas de caridad, acercándonos a los pobres como hermanos y compartiendo con ellos el don de tu paz.
Haz que nunca olvidemos que en los rostros de los que sufren, vemos el rostro de tu Hijo Jesús, quien nos invita a amarlos con el mismo amor que Tú nos das.
Por intercesión de María, Madre de los pobres y de los humildes, te pedimos que nos guíes en este camino de oración, servicio y entrega. Amén.
Cuando el profeta Elías, perseguido, marchó a territorio
extranjero, una viuda pobre le dio cobijo. Aquella mujer estaba en situación
límite por la hambruna que causaron tres años de sequía. Y se fió de Dios,
haciendo, con su último puñado de harina, un panecillo para el profeta.
Esa confianza y entrega brilla en la viuda del Evangelio de
hoy. Jesús ve lo que significa la ofrenda de esta mujer pobre (aunque sea para
un culto que él ha criticado, y precisamente por enriquecerse a costa de las
viudas). Ve la confianza en Dios y la generosidad de su corazón. Y nos llama a observarlo.
El evangelio nos sitúa así ante una opción:
- utilizar la religión para el propio “provecho” (si es que verdaderamente
es un provecho la ostentación, el situarse por encima de otros, o, en el caso
de los eclesiásticos, el enriquecimiento económico).
- O vivirla auténticamente, desde la entrega y la confianza
en Dios.
Una opción que hemos de renovar a diario, porque es frecuente
y sutil la tentación de sacar alguna “ventaja” (sobre todo, en línea de
soberbia), apartándonos de la sencillez y entrega confiada en amor a Dios y al
prójimo.
La Eucaristía, en el ofertorio, nos invita a poner en manos de
Dios, junto con el pan y el vino, cuanto somos y tenemos. La Plegaria
Eucarística III pide a Dios que el Espíritu Santo “nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad,
junto con tus elegidos: con María, la Virgen Madre de Dios, su esposo san José,
los apóstoles y los mártires…”
“Cuando un alma comienza (por no
alborotarla, de verse tan pequeña para tener en sí cosa tan grande), Dios no se
da a conocer hasta que va ensanchándola poco a poco, conforme a lo que más necesita
para lo que ha de poner en ella. Por esto digo que trae consigo la libertad,
pues tiene el poder de hacer grande este palacio todo. El punto está en que se
le demos por suyo con toda determinación, y se lo despejemos para que pueda
poner y quitar como en cosa propia. Y tiene razón su Majestad; no se lo
neguemos. Y como él no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos; mas
no se da a sí del todo hasta que nos damos del todo”. Teresa
de Jesús, Camino de Perfección, 28,12
El Evangelio nos sitúa hoy en Jerusalén. Antes de culminar su
misión en la cruz y la resurrección, Jesús expone una parte fundamental de su
mensaje.
Pone en el centro el amor a Dios y el amor al prójimo. Esto
es el corazón de la Ley que lleva a la vida. Desde ahí se comprende todo lo
demás. Además, los une (Jesús responde al escriba uniendo dos textos: Dt. 6,
4-5y Levítico 19, 18). La unión entre
estas dos dimensiones del amor es profunda y tiene varias facetas. Amar al
prójimo hace concreta y real nuestra capacidad de amar. Amar a Dios (y acoger
su amor, porque “Él nos amó primero”,
1 Jn 4,10) nos hace capaces de amar, y de hacerlo verdaderamente, al estilo de
Dios…
Es un amor total, llamado a hacerse presente en todo. Amar “con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas” (Dt
6,5). Jesús añade “con toda tu mente”. Amar también es aprender a
amar, y eso también configura nuestra mente.
El escriba preguntaba por mandamientos. Pero no se trata sólo
de normas que cumplir. Jesús propone todo un estilo de ser y de hacer, que
comienza en la escucha (“Escucha, Israel…”),
y que nos lleva a centrar toda nuestra vida. Desde Dios, el “único Señor“, todo se puede ir
integrando, encontrando su lugar y su orientación.
Es palabra de Vida. Celebramos este domingo al día siguiente
de recordar a los Difuntos. Y el pasaje evangélico que escuchamos también sigue
a una enseñanza de Jesús sobre la Resurrección. Allí, Jesús llama a “entender las Escrituras y el poder de Dios”,
que “no es un Dios de muertos, sino de
vivos” (Mc 12, 24.27). El amor nos lleva más allá de nosotros mismos (de nuestros intereses, comodidad…). Y,
de alguna manera, nos aproxima a la vida eterna, que va más allá de nuestras fuerzas y posibilidades. La vida de Dios, que es amor (1 Jn 4,8).
“Acá solas estas dos que nos pide el Señor:
amor de su Majestad y del prójimo es en lo que hemos de trabajar; guardándolas
con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con él. … La más
cierta señal que -a mi parecer- hay de si guardamos estas dos cosas, es
guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos a Dios no se puede
saber, aunque hay indicios grandes para entender que le amamos; mas el amor del
prójimo, sí. Y estad ciertas que, mientras más en éste os viereis aprovechadas,
más lo estáis en el amor de Dios; porque es tan grande el que su Majestad nos
tiene que, en pago del que tenemos al prójimo, hará que crezca el que tenemos a
su Majestad por mil maneras; en esto yo no puedo dudar”.
En medio de la desolacióny la muerte que ha dejado la DANA, van brotando testimonios de
humanidad: personas que lo han perdido casi todo, pero reparten lo poco que le
queda; gente que se organiza como puede para ayudar; militares y profesionales que
se esfuerzande forma impagable para
salvar vidas y paliar el desastre… Como nos dice hoy san Juan, somos hijos de
Dios, aunque eso no resulta evidente en este mundo, que muchas veces no conoce
a Dios. Dios ha puesto en nuestros corazones algo de su vida, su capacidad de
amar.
Hablar de santidad es hablar de esa vida de Dios, que es
fuente de bondad y hermosura, de paz y solidaridad. Que es, a la vez, lo que
nos hace más humanos. Es hablar de vida humana desarrollada en plenitud.
Plenitud dentro de cabe en las situaciones concretas y limitadas (a veces
trágicas) de nuestra existencia. Por eso, no significa que todo salga bien, ni
siquiera es acertar o hacerlo todo bien (los santos también tuvieron sus
debilidades y fallos). Tiene que ver, más bien, con el amor, con el empeño de “pasar haciendo el bien”, como nuestro
Maestro (Hch 10,38); y el apoyarnos, desde nuestra fragilidad, en Dios que nos
ama incondicionalmente.
Escuchamos hoy, una vez más, el Evangelio (Buena Noticia)
de las Bienaventuranzas. Son caminos
de vida, cada uno con muchas dimensiones, que se pueden entender mirando a
Jesús, el modelo de todas ellas.
Hoy damos gracias a Dios por todos los que han vivido
así, y van dejando, en el mundo, huellas de la bondad y hermosura de Dios. Y
recordamos que también nosotros llevamos esa vida, y estamos llamados a
cultivarla.
La conmemoración de los Difuntos es independiente de la
de hoy (aunque se tienden a solapar, porque se aprovecha este día de fiesta
para visitar los cementerios). Aunque guarda, en el fondo, relación. Ese rastro
de vida que los santos (conocidos o anónimos) han dejado en el mundo, es
testimonio de la fuerza del Espíritu, de la Vida de Dios, más fuerte que la muerte.
La que Cristo manifestó en su Resurrección, y que comparte con nosotros. Por
eso recordamos a nuestros difuntos con esperanza.