Cuando el profeta Elías, perseguido, marchó a territorio
extranjero, una viuda pobre le dio cobijo. Aquella mujer estaba en situación
límite por la hambruna que causaron tres años de sequía. Y se fió de Dios,
haciendo, con su último puñado de harina, un panecillo para el profeta.
Esa confianza y entrega brilla en la viuda del Evangelio de
hoy. Jesús ve lo que significa la ofrenda de esta mujer pobre (aunque sea para
un culto que él ha criticado, y precisamente por enriquecerse a costa de las
viudas). Ve la confianza en Dios y la generosidad de su corazón. Y nos llama a observarlo.
El evangelio nos sitúa así ante una opción:
- utilizar la religión para el propio “provecho” (si es que verdaderamente
es un provecho la ostentación, el situarse por encima de otros, o, en el caso
de los eclesiásticos, el enriquecimiento económico).
- O vivirla auténticamente, desde la entrega y la confianza
en Dios.
Una opción que hemos de renovar a diario, porque es frecuente
y sutil la tentación de sacar alguna “ventaja” (sobre todo, en línea de
soberbia), apartándonos de la sencillez y entrega confiada en amor a Dios y al
prójimo.
La Eucaristía, en el ofertorio, nos invita a poner en manos de
Dios, junto con el pan y el vino, cuanto somos y tenemos. La Plegaria
Eucarística III pide a Dios que el Espíritu Santo “nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad,
junto con tus elegidos: con María, la Virgen Madre de Dios, su esposo san José,
los apóstoles y los mártires…”
Teresa
de Jesús, Camino de Perfección, 28,12
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