Muchos
buscaban a Jesús, fascinados por hechos como la multiplicación de los panes y
los peces. Pero se echan atrás ante la radicalidad de su propuesta: asumir como
camino de vida y de plenitud las enseñanzas y el estilo de vida de Jesús, su persona
y su mismo camino vital. En la Escritura, cuando se habla del hombre como
“carne”, se subraya su debilidad y carácter perecedero, frente al Espíritu, que
manifiesta el poder de Dios que es eterno. La insistencia de Jesús en su carne
y su sangre (su vida derramada, entregada) nos remite al Jesús que sufrió
fatigas, que lloró ante la tumba de Lázaro, que sintió terror y angustia en
Getsemaní, que murió en la cruz. Que no salva “pasando de puntillas” sobre los
aspectos más difíciles de nuestra vida, ni nos evade de ellos, sino que los
asume. Como hoy escuchamos, es en esa vida de Jesús y en sus palabras donde se
manifiesta la fuerza del Espíritu, que abre camino a la Vida. Jesús no es
simplemente un hombre ejemplar o inspirador. Es quien nos transmite una palabra
capaz de dar sentido a todo y de guiarnos, y quien nos transmite la vida de
Dios. Es lo que Pedro reconoce, con una confesión de fe que hoy podemos hacer
nuestra, para repetirla y orar con ella.
Una
confesión que encuentra su fuerza en el propio Jesús. Pedro habla en primera
persona (“nosotros creemos”…), pero
el centro de este pasaje es ese Tú de
Jesús. Dios siempre es un Tú para nosotros: podemos vivir en
diálogo con Dios, descubriendo la fuerza de vida que tiene su palabra. Por eso,
aunque quien hace esta confesión sigue siendo débil y caerá en algún momento,
su fe ha encontrado una fuente más hondo que él mismo, un fundamento desde el
cual levantarse y seguir, unido al Maestro.
La
lectura de la carta a los Efesios, hoy, puede resultar chocante, y tiene un
contenido profundo. Para comprenderla, hay que tener en cuenta, por una parte,
que es Palabra de Dios encarnada,
escrita en un contexto histórico, del siglo I (“el marido es cabeza de la mujer” es una idea común en aquel tiempo,
de forma parecida a como el salmo 103 habla de la Tierra “asentada sobre cimientos”).
Lo
esencial de este pasaje es un estilo de vida, para todos, basado en una actitud
de servicio, respeto y atención mutua (el término traducido por “sumisión”, “someterse a” tiene todos esos sentidos). Así lo señalan las
primeras palabras.
Esa
actitud sigue al Maestro que se hizo servidor de todos (Lc 22-27; Jn 13).
Pablo, tras plantearla a todos, la concreta en el ámbito del matrimonio y la
familia. Y “reparte”, de manera retórica, unos roles que son mutuos: las
mujeres se sometan (en ese sentido de Jesús) a sus maridos, y éstos amen a sus
mujeres. Y viceversa: es claro que la mujer ha de amar también al marido. Lo
mismo ese sometimiento, que es para
todos, como se ha indicado al principio.
La novedad que trae la Palabra de Dios es que esto no es sólo por los sentimientos naturales o por la lógica de convivencia de una familia unida, sino que encuentra su modelo y fuerza. Pablo descubre que el amor y la unión profunda, radical y fecunda del matrimonio es la mejor imagen y lo que más nos acerca a comprender la unión de Cristo (que ha asumido nuestra carne, nuestra condición humana) con la Iglesia. Por eso el matrimonio es sacramento.
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