Pentecostés es la plenitud de la Pascua. No sólo nos
encontramos con Cristo Resucitado, que ha vencido a la muerte y se
manifiesta con la gloria, la vida y hermosura, el poder que tiene como Hijo de
Dios. Él nos hace partícipes de todo esto, al entregarnos su Espíritu. Para que
vayamos experimentando en nosotros su poder vivificador.
La liturgia de esta fiesta de Pentecostés, con su Vigilia y
con las dos posibilidades que ofrece para las lecturas del día (dos
lecturas posibles de San Pablo, y también dos textos del Evangelio) traza todo
un recorrido por la historia de la salvación, y pone de relieve cómo, frente
a la presunción y la debilidad humanas, que terminan siendo causa de división
(Babel), de esclavitud (Egipto) y fracaso (el destierro), Dios actúa con la
fuerza de su Espíritu, liberando, ofreciendo nuevas oportunidades de vida, y abriendo
caminos de unidad. El Espíritu es fuerza impetuosa, que sacude los cimientos de
la comunidad y la lanza a la calle para dar testimonio audaz del Resucitado. Y
a la vez es aliento sereno que toca delicadamente nuestro corazón, para
sanarlo, para despertar sus facultades, para impulsar el crecimiento de cada
persona, “a la medida de Cristo, en su plenitud” (Ef 4,13). Pues cada persona hemos
recibido un don y tiene una capacidad singular de seguir a Cristo, de identificarnos
con Él, de reproducir uno de sus rasgos y hacerlo presente, en el mundo, como
fuente de vida, de paz, de alegría. Por eso es el impulsor de una creatividad
sin límites, fuente inagotable de novedad y de renovación, de re-creación de
nuestra realidad; y a la vez es maestro de comunión, para tejer toda esa diversidad construyendo el cuerpo de Cristo. Para vivir y anunciar la
reconciliación y el amor.
Como los discípulos a los que Jesús hablaba en la Última Cena (Jn 16, 12-13),
somos incapaces de abarcar toda la riqueza de vida y verdad que Dios nos
ofrece. El Espíritu es quien ha de guiarnos “hasta la verdad plena”, siempre
refiriéndonos a Jesús y al Padre. Somos invitados a dejarnos conducir por Él,
poco a poco, en medio de la complejidad de nuestra vida.
Tras esta fiesta, volvemos al tiempo “ordinario”. Puede
parecer abrupto este paso de una de fiesta tan extraordinaria al ritmo de los días "normales" del año. Esto también tiene un mensaje. En
la liturgia cristiana, las fiestas no son momentos de evasión de la rutina cotidiana.
Son oportunidad de un encuentro intenso con Cristo y con su poder salvador, que
nos devuelve, renovados, al día a día. Somos invitados a renovar nuestra vida
cotidiana con la fuerza del Espíritu que hemos recibido, a vivir cada jornada con
la conciencia, cada año más profunda, de que nos acompaña Cristo resucitado, con su palabra y su presencia.
“Hacer sombra es tanto
como amparar y hacer favores; porque, llegando a tocar la sombra, es señal que
la persona de quien es la sombra, está cerca para favorecer. Por eso se le dijo
a la Virgen (Lc 1,35) “que la virtud del Altísimo la haría sombra”, porque había de llegar tan cerca de ella
el Espíritu Santo que había de venir sobre ella.
En lo cual es de notar
que cada cosa tiene y hace la sombra como tiene la propiedad y el talle. Si la
cosa es condensa y opaca, hará sombra oscura y condensa, y si es más rara y clara, hará sombra más
clara, como es de ver en el madero y en el cristal, que, porque el uno es
opaco, la hace oscura, y, porque el otro es claro, la hace clara. (…).
La sombra de la vida
será luz: si divina, luz divina; si humana, luz natural. Según esto, la sombra
de la hermosura ¿cuál será? Será otra hermosura al talle y propiedad de aquella
hermosura, y la sombra de la fortaleza será otra fortaleza al talle y condición
de aquella fortaleza; y la sombra de la sabiduría será otra sabiduría; o, por
mejor decir, será la misma hermosura y la misma fortaleza y la misma sabiduría
en sombra, en la cual se conoce el talle y propiedad cuya es la sombra.
Según esto, ¿cuáles
serán las sombras que hará el Espíritu Santo al alma de todas las grandezas de
sus virtudes y atributos…?
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