La fiesta de la Ascensión resalta la divinidad de Jesús, manifestada en su Resurrección. Y habla de la forma de estar Jesús ahora con nosotros, y de la forma de situarnos nosotros ante Él (más bien, “en Él”, como escuchamos los domingos anteriores) y en el mundo.
Los textos utilizan la expresión “ascender”, “ser llevado al cielo”, que no se refieren a un espacio
físico, sino más bien al lugar que tiene en la historia, en el mundo, en
nuestras vidas. Como dice la carta a los Efesios, Él está “por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima
de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”. Por
encima de los poderes de nuestro mundo, por encima de las cosas que a veces nos
llenan de temor, y por encima de las que nos fascinan, nos ofuscan y acaparan
toda nuestra atención. La oración que hoy escuchamos: “que el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación
para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón…”, “rima” con el “levantemos el corazón” que repetimos en la
Eucaristía. Frente a la tendencia de nuestro mundo a recortar nuestros anhelos y a achantar nuestra mirada y reducirla a
intereses “a ras de suelo”, Pablo
pide a Dios (y nos invita a pedir) “que
comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria
que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder
para nosotros”.
Porque ese lugar de Jesús, a la derecha del Padre, no es
lejano a nosotros. El ha enseñado que su gloria (la de aquél que “por nosotros se despojó de su rango, tomando
la condición de siervo, …”, Flp 2, 6-11), se manifiesta en dar vida. De esa
vida hablan los signos que “acompañarán a
los que crean en Él”. Signos que, en su literalidad, vemos cumplidos en los
Hechos de los Apóstoles (y también en la actualidad, hay testimonios de estas
cosas). Y que, como signos, apuntan a otra realidad, de la que todos podemos
hacer experiencia: vencer al mal y sanear situaciones, relaciones…, ampliar
nuestra capacidad de comprensión y diálogo para llegar a otras sensibilidades,
manejar situaciones peligrosas con buen resultado, superar situaciones tóxicas
sin que nos envenenen, ser presencia
sanadora… Jesús está a nuestro lado, infundiendo vida, y colaborando con
nosotros. Y nos envía a colaborar con Él.
(Cabe apuntar un dato de estudio bíblico: el pasaje evangélico que hoy leemos no fue escrito por S. Marcos, sino añadido después. S. Marcos escribió el primer Evangelio como un relato conciso de Jesús, que se ciñe a su misión, muerte y resurrección, y no se detuvo a hablar ni de su nacimiento –resume su origen diciendo que es Hijo de Dios- ni de la expansión del Evangelio. Cuando los demás Evangelios comienzan a circular entre las comunidades, la Iglesia “completa” el final de este Evangelio con unas líneas, que resumen las apariciones de Jesús descritas por Lucas y Juan. Y hace esto, impulsada por el Espíritu -como autor verdadero del Evangelio-, porque comprende la importancia de incorporar esta dimensión: que Jesús nos envía).
Nosotros, con los pies en la tierra y arraigados en Cristo, somos enviados a llevar su palabra y sus hechos, su persona, su amor salvador. Somos ahora sus testigos, los que lo hacemos presente, y para ello necesitamos ser guiados por la fuerza del Espíritu Santo. Y esa misión se extiende "a toda la creación", con la dimensión universal y también la ecológica que hoy podemos descubrir en estas palabras.
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