“A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como
Dios quiere ser amado”
(San Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor, 60)
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“A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como
Dios quiere ser amado”
(San Juan de la Cruz, Dichos de Luz y Amor, 60)
En este penúltimo domingo del año litúrgico, las lecturas nos vuelven a poner en la perspectiva de lo último. Y lo hacen para ayudarnos a enfocar nuestro día a día.
San Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica, que esperaban la venida inminente del Señor en su gloria. Mateo lo hace en una comunidad que experimenta que el Señor "tarda en llegar" (Mt 24, 48). Aquellos cristianos vivieron el desconcierto ante situaciones convulsas, de persecución e incertidumbre. Conocieron la tentación de suspender toda iniciativa y simplemente quedarse a esperar el reino que traería Cristo; y también la tendencia a la rutina. Y ante esas incertidumbres y tentaciones, en el Evangelio y en las cartas de Pablo, se va definiendo una actitud de esperanza que consiste en una laboriosidad perseverante, como la de la mujer elogiada en el libro de los Proverbios, y mantener en el corazón al Señor, como apoyo y referencia (ese "temor del Señor" del que habla el Salmo, que no es miedo sino sobrecogimiento, conciencia de la grandeza de Dios, que está en todo y por encima de todo).
La parábola del Evangelio se centra en actitudes (aunque aquí ponga en escena a un señor que expulsa a las tinieblas, en otros lugares, Jesús deja claro que Dios es misericordioso para acoger a todos, incluso al hijo pródigo que perdió todo). Nos invita a una actitud diligente, para hacer fructificar los talentos recibidos. Y nos previene frente a la tentación de enterrar esos dones por miedo, inacción o actitudes a la defensiva. A cada uno se le pide respuesta "según su capacidad" (Mt 25 15). Lo que hemos recibido, está llamado a dar fruto, y si no lo hace, se malogra. Ese es el sentido que da Jesús al refrán "a quien tiene, se le dará, y a quien no tiene, se le quitará hasta lo que tiene".
Somos hijos de la luz. Así nos llama Dios. Por eso invita a estar en vela, atentos. A descubrir los talentos que hemos recibido, agradecerlos, y responder con fidelidad, en las grandes y en las pequeñas cosas. El Evangelio valora el "ser fiel en lo poco" (dice Teresa que "el Señor no mira tanto la grandeza de las obras sino el amor con que se hacen"). Dios, el que tiene la palabra definitiva sobre el mundo y la vida, nos llama a colaborar con su obra, según nuestra capacidad.
Nos acercamos al final del año litúrgico, y las lecturas, en este tiempo otoñal, nos hablan del final del mundo y de la vida. Algo que nuestra cultura evita mirar, pero que forma parte de nuestra existencia, y que nos afecta. Porque de la perspectiva que tengamos sobre nuestra vida en su totalidad, y sobre si es algo que simplemente se acaba o si está abierta para siempre a la Vida y al amor, depende también nuestra forma de vivir, las opciones que tomamos, el horizonte y la capacidad (o falta de ellos) a la hora de optar por el amor, por la verdad...
En la carta a los cristianos de Tesalónica, S. Pablo plantea el núcleo de nuestra esperanza: estamos llamados a participar de la Resurrección de Cristo, porque por el bautismo estamos unidos a Él, para siempre. Por eso, podemos afrontar con esperanza la muerte de nuestros seres queridos.
La forma de imaginar esa resurrección que escuchamos en este pasaje, refleja el pensamiento de la primera generación cristiana, que pensaba que la venida de Cristo en toda su gloria era algo inminente. El mismo Pablo fue evolucionando después en este aspecto (como podemos ver en Flp 1, 20-24 y 2 Cor 4,10-5,8). Poco a poco, la comunidad cristiana fue comprendiendo que la espera vigilante que Jesús propone no es tensión por la inminencia del evento (al final, como en la parábola, "les entró sueño a todas y se durmieron"), sino una mirada sabia, que sabe entender el paso de Dios por nuestra vida y por nuestro mundo, para poder seguirle, colaborar con Él.
En ese sentido, vale la pena que meditemos sobre la sabiduría que la primera lectura propone (que no es teórica, ni consiste en "saber muchas cosas", sino un saber vivir), y que tiene que ver con la sed de Dios que proclama el salmo, el deseo de encontrarnos con Él, que, como el agua, nos hace crecer, florecer, dar fruto.
Así, la frase central de este evangelio, que motiva la parábola, "velad, porque no sabéis el día ni la hora", se refiere, ciertamente, a ese final de la vida de cada uno de nosotros y de nuestro mundo, pero no sólo a eso. Es también (y no sólo) que, cuando menos lo pensamos, nos llegan situaciones críticas, momentos en que tenemos que afrontar una situación o dar una respuesta de la que va a depender gran parte de nuestra vida. Y, como aquellas jóvenes despertadas a medianoche, nuestra capacidad de responder depende de las actitudes que hayamos ido cultivando, como el aceite guardado en aquellas alcuzas. Una respuesta y unas actitudes personales, que nadie nos puede "prestar", y que tampoco puede demorarse (lo que la parábola, con su simplificación de trazos, alude con la escena de las doncellas sin aceite en aquel momento).
El aceite de esas lámparas, en la tradición, se ha identificado con la fe, con las buenas obras, con la alegría de la acogida, y con el Espíritu Santo.
El Evangelio de hoy nos invita a preguntarnos si vivimos con luz y esperanza, si nuestra lámpara está encendida (para nosotros, y también para dar luz a otros) o se va apagando. ¿Cómo alimento mi lámpara, para que no se apague?
Lecturas de hoy (www.dominicos.org)
El capítulo 23 de Mateo (del que escuchamos el principio) se enmarca en la controversia de Jesús con las autoridades judías, en Jerusalén. Jesús denuncia la hipocresía de los escribas y fariseos ("no hacen lo que dicen"...), su insensibilidad ante el agobio de la gente, que ellos mismos provocan con su interpretación rigorista de la Ley, y su búsqueda, ante todo, de reconocimiento social y de privilegios.
Y, como suele ser, Jesús va más allá, y su palabra nos ilumina e interpela, de diversos modos:
Por una parte, interpela a la forma como en la Iglesia vivimos la autoridad y el servicio a la comunidad. La lectura de la 1ª Carta de S. Pablo a los Tesalonicenses (1 Tes , 7b-9.13) nos sitúa también en esa perspectiva, al recordar la actitud de Pablo y los apóstoles que le acompañaban, al predicar el evangelio: delicadeza, esfuerzo "para no ser gravosos a nadie", gratuidad, entrega, amor. Esta imagen, en contraste con la de aquellos escribas y fariseos, muestra cómo debe ser la actitud de los pastores en la Iglesia. El Evangelio la expresa de forma aún más radical: en la comunidad cristiana todos somos discípulos y hermanos, y tenemos un solo maestro, que es Cristo, y un solo Padre. Y la actitud de quien se ponga al frente de la comunidad ha de ser el servicio, como ha vivido el propio Jesús.
Estas palabras son particularmente actuales, en este tiempo en que la Iglesia está embarcada en el Sínodo, que busca cómo "caminar juntos", realizar esto que Jesús nos propone. Vale la pena que conozcamos la marcha de este proceso eclesial, para participar en lo posible
Cabe apuntar también algo que Jesús afirma, en medio de su crítica de las autoridades. Su incoherencia de vida no anula la validez de la Palabra de Dios que ellos exponen ("haced lo que dicen"). Es un consejo que podemos recoger también hoy. Por desgracia, los pastores de la Iglesia, a veces, no están (no estamos) a la altura de la Palabra que proclamamos, que siempre nos sobrepasa. Eso no justifica nuestros fallos, que hemos de esforzarnos en evitar. Pero la incoherencia de sus pastores e instituciones no invalida el valor de la Palabra que la Iglesia transmite. Al contario, la Palabra nos urge, a todos, a abrir caminos de renovación. En último término, y como aconsejaba S. Juan de la Cruz, es a Cristo a quien hemos de tomar como modelo. Cuando la Iglesia falla, no es la fe lo que falla, sino nuestra falta de fe o nuestra forma errada de vivirla.
Además, Jesús nos interpela a todos, al hablar de una serie de actitudes: ¿hasta qué punto pesa en cada uno de nosotros lo que "vea la gente", o en qué medida somos libres para vivir desde la verdad? ¿hasta qué punto nos seducen el reconocimiento social y los primeros puestos (excepto en los bancos de los templos, donde todo el mundo se pone atrás 😉) ? Y, sobre todo, ¿qué pasos podemos ir dando para que la comunidad cristiana concreta en que estamos sea más comunidad de hermanos, superando el individualismo y la forma anónima o pasiva con que muchas veces vivimos nuestra participación?
El Evangelio de hoy se cierra (o más bien, nos abre a preguntarnos y reflexionar) con dos sentencias, que nos llaman a la humildad (que en el Salmo hemos contemplado como camino de paz) y a la disposición a servir. Es el camino de Jesús, el que por nosotros se humilló, y vino a servir y dar la vida. Son las actitudes que nos hacen crecer, que nos hacen grandes.
Mirad que importa esto mucho más que yo os sabré encarecer:
poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco; si su Majestad nos
mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle
con sólo palabras? ¿Sabéis qué es ser espirituales de veras?: hacerse esclavos
de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la +, porque ya ellos le
han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como él
lo fue, que no les hace ningún agravio ni pequeña merced; y si a esto no se
determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho, porque todo este edificio,
como he dicho, es su cimiento humildad, y si no hay ésta muy de veras, aun por
vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el
suelo. Así que, hermanas, para que lleve buenos cimientos, procurad ser la
menor de todas y esclava suya, mirando cómo o por dónde las podéis hacer placer
y servir; pues lo que hiciereis en este caso, hacéis más por vos que por ellas,
poniendo piedras tan firmes que no se os caiga el castillo.
Torno a decir
que para esto es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y
contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas siempre,
os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea sólo no crecer, porque ya
sabéis que quien no crece, descrece; porque el amor tengo por imposible
contentarse de estar en un ser, adonde le hay.
Teresa de
Jesús, Moradas VII, 4, 8
Celebramos la fiesta de Todos los Santos. Es una fiesta que nos invita a alegrarnos y dar gracias a Dios, recordando la huella y el testimonio que han dejado en el mundo (y siguen dejando) tantos seguidores de Jesús. En algunos casos, se trata de obras muy conocidas, y de historias muy conocidas. En muchos más, en incontables casos, actos y actitudes que sólo conocieron los cercanos, personas sencillas, pero no por ello menos valiosas, pues "el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen", (como decía Teresa de Jesús al final de las Moradas, VII, cap. 4, 15).
Es una fiesta que también nos recuerda la vocación que cada uno de nosotros tiene a la santidad. No se trata tanto de una "perfección" exenta de errores y defectos (los santos que veneramos, a excepción de María, eran también pecadores y personas con debilidades), sino de vivir en el amor, de dar frutos de paz, de alegría, de ternura, de justicia y solidaridad... En el bautismo, nos hemos unido a Jesucristo, que comparte con nosotros su vida y su Espíritu. Espíritu que nos ayuda a desarrollar en plenitud nuestra vida y nuestras capacidades, desde el amor, allí donde estamos. La santidad es eso: desarrollar nuestra vida en plenitud, arraigados en Dios, amando como Jesús.
El Evangelio los habla de vidas que se aventuran y alcanzan buenos frutos. Lo hace con términos chocantes para nuestro mundo, pero que se comprenden mirando a Jesús. El es la referencia más clara para comprenderlas, por sus propias actitudes y vida. Y porque nos revela al Dios que nos acompaña a todos y abre posibilidades nuevas de vida.
En un mundo que piensa que sólo pueden ser felices los que tienen éxito, los satisfechos y poderosos (aunque muchas experiencias muestran que el poder, el "tenerlo todo" y el éxito son caminos muy dudosos), Jesús asegura que los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los perseguidos injustamente y los pobres tienen vidas llenas de valor y dignidad, que pueden llegar a plenitud, porque hay otra clave más importante para realizarse, que tiene que ver con el amor, y por tanto, con Dios. Un Dios capaz de abrir caminos de vida en cada situación. En el texto evangélico (como en la vida) esa iniciativa de Dios está continuamente presente, aunque escondida: cuando el texto dice "serán consolados, serán saciados..." es Dios quien sacia, consuela... (Jesús utiliza aquí una forma de expresión hebrea, que alude a Dios sin nombrarlo). Además, podemos participar de esa iniciativa de Dios, porque está en nuestra mano ser misericordiosos, capaces de compartir con sencillez, trabajar por la paz, ir buscando la limpieza de intenciones y de conciencia... y entrar así en esa nueva forma de vivir, la que Dios nos propone para realizarnos, la vida de Dios.
No hay dos santos iguales. Cada persona es singular, y el Espíritu potencia esa riqueza personal, con su creatividad. ¿Cómo es el camino que Dios va haciendo contigo?
En la Exhortación apostólica "Gaudete et Exultate", el Papa Francisco nos habla de esta vocación a la santidad, y en el capitulo tercero, hace un hermoso comentario de las Bienaventuranzas. Puedes leerla aquí
Lecturas de hoy (www.ciudadredonda.org)
Los escribas y fariseos intentan “demostrar” que Jesús es un falso profeta, planteándole un dilem: tendría que elegir entre contradecir la...