domingo, 12 de noviembre de 2023

"Velad..." (Mt 25, 1-13)

 


Nos acercamos al final del año litúrgico, y las lecturas, en este tiempo otoñal, nos hablan del final del mundo y de la vida. Algo que nuestra cultura evita mirar, pero que forma parte de nuestra existencia, y que nos afecta. Porque de la perspectiva que tengamos sobre nuestra vida en su totalidad, y sobre si es algo que simplemente se acaba o si está abierta para siempre a la Vida y al amor, depende también nuestra forma de vivir, las opciones que tomamos, el horizonte y la capacidad (o falta de ellos) a la hora de optar por el amor, por la verdad...

En la carta a los cristianos de Tesalónica, S. Pablo plantea el núcleo de nuestra esperanza: estamos llamados a participar de la Resurrección de Cristo, porque por el bautismo estamos unidos a Él, para siempre. Por eso, podemos afrontar con esperanza la muerte de nuestros seres queridos. 

La forma de imaginar esa resurrección que escuchamos en este pasaje, refleja el pensamiento de la primera generación cristiana, que pensaba que la venida de Cristo en toda su gloria era algo inminente. El mismo Pablo fue evolucionando después en este aspecto (como podemos ver en Flp 1, 20-24 y 2 Cor 4,10-5,8). Poco a poco, la comunidad cristiana fue comprendiendo que la espera vigilante que Jesús propone no es tensión por la inminencia del evento (al final, como en la parábola, "les entró sueño a todas y se durmieron"), sino una mirada sabia, que sabe entender el paso de Dios por nuestra vida y por nuestro mundo, para poder seguirle, colaborar con Él. 

En ese sentido, vale la pena que meditemos sobre la sabiduría que la primera lectura propone (que no es teórica, ni consiste en "saber muchas cosas", sino un saber vivir), y que tiene que ver con la sed de Dios que proclama el salmo, el deseo de encontrarnos con Él, que, como el agua, nos hace crecer, florecer, dar fruto. 

Así, la frase central de este evangelio, que motiva la parábola, "velad, porque no sabéis el día ni la hora", se refiere, ciertamente, a ese final de la vida de cada uno de nosotros y de nuestro mundo, pero no sólo a eso. Es también (y no sólo) que, cuando menos lo pensamos, nos llegan situaciones críticas, momentos en que tenemos que afrontar una situación o dar una respuesta de la que va a depender gran parte de nuestra vida. Y, como aquellas jóvenes despertadas a medianoche, nuestra capacidad de responder depende de las actitudes que hayamos ido cultivando, como el aceite guardado en aquellas alcuzas. Una respuesta y unas actitudes personales, que nadie nos puede "prestar", y que tampoco puede demorarse (lo que la parábola, con su simplificación de trazos, alude con la escena de las doncellas sin aceite en aquel momento). 

El aceite de esas lámparas, en la tradición, se ha identificado con la fe, con las buenas obras, con la alegría de la acogida, y con el Espíritu Santo. 

El Evangelio de hoy nos invita a preguntarnos si vivimos con luz y esperanza, si nuestra lámpara está encendida (para nosotros, y también para dar luz a otros) o se va apagando. ¿Cómo alimento mi lámpara, para que no se apague?

      Torno a decir que para esto es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas siempre, os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea sólo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, descrece; porque el amor tengo por imposible contentarse de estar en un ser, adonde le hay.
    Teresa de Jesús, El Castillo Interior, VII, 4,9

Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


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