Por eso mismo, porque esta esperanza es apertura a una realidad, implica un cambio en nuestras vidas. La esperanza nos llama a la conversión. El Reino de Dios está cerca, pero para entrar en él, para que él se haga presente en nuestro mundo, hay un paso que nos corresponde a nosotros. La figura de Juan el Bautista nos habla de esa exigencia de preparar el camino a aquél que viene a nosotros, de remover los obstáculos que impiden que llegue. Y de dar frutos de conversión: no basta con ser creyentes (hijos de Abraham), ni miembros del pueblo escogido, ni con hacer un gesto o participar en un rito.
Juan anuncia ese Reino y apunta a quien vendrá tras Él, con un bautizo de Espíritu Santo. La conversión implica también una actitud de escucha, de disponibilidad para acoger esa realidad nueva que trae el Espíritu, y que (como veremos el próximo domingo) descolocará al propio Juan, que anunciaba un juicio riguroso y encontró un Mesías que refleja la misericordia entrañable de un Padre.
La segunda lectura, en línea con esa misericordia, nos ofrece una pista de conversión: la acogida mutua, la búsqueda de la concordia, y sugiere el ejemplo de Jesús que se sometió a la ley (incluso la circuncisión), para llevarnos a todos más allá de la ley, al ámbito del amor gratuito de Dios. En estos tiempos, puede ser una propuesta concreta el rebajar crispación, cultivar la acogida y la escucha mutua, acercarnos a personas de nuestro entorno (familiares, por ejemplo) que van quedando alejadas...
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