En la historia de los leprosos de hoy, podemos contemplar un proceso. Desde la situación que viven, intentan acercarse a Jesús, aunque se quedan lejos. Le gritan desde su situación de dolor, de marginación social, de vivir en un proceso que los va destruyendo. Y junto a ese sufrimiento que los hace gritar, hay una fe incipiente, una búsqueda.
Esta vez, la respuesta de Jesús no es una curación inmediata, sino una invitación a confiar y ponerse en camino. Jesús los envía a los sacerdotes, que tenían la potestad certificar la curación, y con ello la reinserción de aquellos hombres en la sociedad. Y ellos, sin tener más garantía que estas escuetas palabras de Jesús, le obedecen. Es ya una actitud de fe, que abre la puerta al milagro, la curación, que acontece en su camino.
Y al sentirse curados, uno de ellos se vuelve: se convierte. Y viene al encuentro de Jesús, dándole gracias. Jesús habla, entonces de dar gloria a Dios (esa gloria de Dios que tiene que ver con la vida en abundancia, con el encuentro con Él...). Y lo invita a ponerse en pie, a iniciar una nueva vida.
Llama la atención cómo ese leproso curado deja el camino que llevaba (¡parece incluso que se olvida de cumplimentar su reinserción social!), viene alabando a Dios a voces, se postra ante Jesús... En sus acciones hay una desmesura, que recuerda a la de aquella mujer pecadora que, llorando se echó a los pies de Jesús, ungiéndolos con perfume y secándolos con su cabellera (Lc 7, 36-50), consciente de que ha recibido un perdón muy grande. Como ella, ese hombre ha conocido la gracia de Dios, que es un don sin medida. Se ha abierto a otra dimensión de vida. Esa fe salva.
De alguna manera, este evangelio habla también de un camino comunitario. Eran diez leprosos, y cabe imaginar que se animaran mutuamente para acercarse a Jesús, y para ponerse en camino, aún sin experimentar la curación, para ir a los sacerdotes. Y un camino personal, único, que hace ese leproso, descubriendo y agradeciendo lo que ha Dios ha hecho en Él. También nosotros nos apoyamos en la comunidad, para cercarnos a Jesús y hacer lo que Él nos dice. Y estamos llamados a una experiencia personal, que nadie puede hacer por ti.
¿Cómo es tu experiencia de fe? ¿Cómo cultivas la gratitud? ¿Has descubierto en tu vida ese amor de Dios sin medida que sana y salva?
«Supongamos
que el hijo de un hábil doctor encuentra en su camino una piedra que lo hace
caer y que en esa caída se rompe un miembro. De repente, el padre va hacia él,
lo levanta con amor, cura sus heridas, aplicando para ello todos los recursos
de su arte, y muy pronto el hijo, completamente curado, le manifiesta su
gratitud. ¡No cabe duda de que este hijo tiene perfecta razón de amar a su
padre! Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de
su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que
nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su
padre, y, desconociendo la desgracia de la que este lo ha librado, no le
manifestará su gratitud y lo amará menos que si lo hubiese curado… Pero si
llegara a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía
mucho más?
Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor
de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los
pecadores. Él quiere que yo lo ame porque me ha perdonado, no mucho, sino todo.
No ha esperado a que yo lo ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha
querido que yo supiera cuán amada he sido por él, con un amor de una prevención
inexplicable, para que yo ahora lo ame a él ¡hasta la locura!»
(Teresa de
Lisieux, Historia de un alma. Ms A, 38v-39r).
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