sábado, 4 de junio de 2022

"Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 19-23)

 


Pentecostés es la plenitud de la Pascua. Jesús resucitado, que ha vencido al pecado y a la muerte, viene al encuentro de los discípulos (discípulos que tienen miedo, pero están reunidos y no dispersos, lo que no es poco) y les comunica su Espíritu. Espíritu que los acompañará y guiará en su misión, que es misión reconciliadora. Con el Espíritu Santo, los discípulos superan el miedo, porque se saben unidos al que ha vencido a la muerte, llamados a la resurrección. Con el Espíritu Santo, son enviados a transmitir el perdón de Aquél que ha vencido al pecado, y es capaz de renovar nuestras vidas. Somos invitados a recibir el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, para participar de la vida de Dios, y transmitirla en nuestra forma de vivir. 

Con el Espíritu Santo, los discípulos, la Iglesia, se vuelve capaz de hablar de las grandezas de Dios en todas las lenguas, de transmitir el Evangelio a todas las personas, con sus diferentes formas de pensar y sus diferentes sensibilidades. Aquello que comenzó en la mañana de Pentecostés, sigue realizándose, paso a paso, continúa en curso, y en nuestros días, tenemos oportunidad de vivirlo con especial intensidad, pues el Sínodo en que estamos embarcados trata de eso: de escuchar para "aprender" esas diferentes "lenguas" (las de los jóvenes, las de los excluidos, las de los alejados...) porque el Evangelio es palabra de Vida para todos, y precisamos aprender a pronunciarlo en esas nuevas claves. Y es que, cuando hablamos del Espíritu Santo, no hablamos de una acción "mágica", sino de un milagro que Dios va entretejiendo con nuestra colaboración (como podemos ir viendo a lo largo de los Hechos de los Apóstoles), de un trabajo humilde y discreto como el crecimiento de una semilla, a la vez lleno de la creatividad y fuerza de Dios. De una fuerza extraordinaria que nos impulsa, pero siempre contando con nosotros. De una acción que nos recrea, pero nunca nos aliena, sino que, por el contrario, nos hace más nosotros mismos, potencia nuestra libertad y hace brotar lo mejor de nosotros. 

Con el Espíritu aparecen, así, diversidad de dones, ministerios, carismas... No sólo los siete clásicamente recordados (tomados de Is 11, 1-2), sino muchos más, en algunos casos llamativos, y en otros, escondidos y sencillos (como la capacidad para escuchar, para estar atentos a lo que hace falta...) y no por ello menos importantes como Es bueno que te pares a reconocer aquéllos que Dios ha puesto en ti, para agradecérselos (recordando la humildad que predicaba s. Francisco: que todo cuanto tenemos, lo hemos recibido de Dios), y para ponerlos al servicio de la comunidad. Pues toda esa diversidad de dones, de lenguas y sensibilidades, toda esa creatividad, tiene una raíz, que es el amor, y está ordenada a la unidad: su sentido es construir esa comunidad abierta que plasma en el mundo el amor de Dios. 

¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro,
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro!

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga;
matando, muerte en vida la has trocado!

¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!

(San Juan de la Cruz)



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