Las lecturas de hoy siguen
acercándonos a la Pascua, y hoy lo hacen por su lado oscuro. Asistimos a los pasos
siniestros de Judas, que se pierde en la noche, en la traición.
Y vemos también a Pedro. La
noche se le viene encima, y él no está preparado. Tiene una imagen irreal de sí
mismo, no conoce su debilidad, que le va a hacer caer.
En el centro de la escena
está Jesús. Juan nos invita a apoyarnos en su pecho, como Él, a sentir su
soledad, su conmoción interior, tal vez su desencanto, en este momento en que
sabe que va a ser traicionado por uno y abandonado por otros. Con todo, Jesús
mantiene el rumbo. Lo sostiene la confianza en el Padre. Una confianza que “rima”
con las palabras que escuchamos a Isaías: “Y yo pensaba: «En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado
mis fuerzas». En realidad el Señor defendía mi causa” (Is 49,4). Tiende,
también su mano a Judas, con ese bocado de comida (que significaba un gesto de
cariño, incluso de predilección) y con las palabras a Pedro (que escuchamos el
domingo pasado: “yo he rezado por ti,
para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus
hermanos” Lc 22, 32). Jesús anuncia que, en esa historia de abandono,
ultrajes y sufrimiento, que le aguarda, se ha de manifestar la gloria de Dios.
El amor es más fuerte.
Hoy es un día para pararnos a
tomar conciencia de nuestras debilidades, de nuestros tropiezos y desvíos. De
cómo (y por qué) negamos a veces a Dios, y también a los que están cerca de
nosotros, o traicionamos nuestras opciones, nuestros valores y nuestros mejores
proyectos. En esta conciencia de nuestras propias contradicciones y
debilidades, nos preside esa mirada de Jesús que nos acoge, que nos tiende
siempre su mano, que nos invita a confiar, como Él. Cuando la realidad que nos
rodea, o nuestra propia realidad, nos decepciona; cuando sentimos la soledad o
la perplejidad, Él sigue siendo apoyo firme
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