En la capital de Israel se presentan unos extranjeros de mala reputación: Su condición de forasteros, ya los hace sospechosos para la mentalidad judía, y además se dedican a la magia y la astrología, condenadas por la Ley de Dios, la Torá. Lo hacen preguntando por aquello que es el corazón de la esperanza judía: la llegada del Mesías, y con intención de adorarlo.
Sorprende, además, que serán esos extranjeros, venidos de lejos, los que se encuentren con Jesús, lo reconozcan y lo adoren, presentándole unas ofrendas que lo reconocen como Dios y hombre verdadero y como rey. Mientras los sabios y las autoridades que están muy cerca, en Jerusalén, y que saben decir dónde ha de nacer, no llegan hasta Él.
Epifanía es la fiesta de la manifestación de Cristo a todos los pueblos, simbolizados en estos magos de Oriente. Una manifestación que se ofrece a aquéllos que están dispuestos a reconocer sus señales, a ponerse en camino; y mientras la desperdician los que no son capaces de salir de sí mismos, y se quedan en su comodidad o se encierran en actitudes de miedo.
Esta fiesta nos invita a descubrir a Cristo como regalo de vida para cada uno de nosotros, que nos invita a hacernos ofrenda (en la plegaria eucarística III pedimos que el Espíritu Santo "nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de la heredad de Dios"). Nos invita a cultivar una actitud de discer
nimiento para descubrir la estrella que Dios enciende en nuestra vida (a veces oculta tras nubes o nieblas que ensombrecen nuestra mirada, o luces artificiales que nos deslumbran). En estos tiempos de Sínodo, nos habla también de la capacidad de escuchar "a los de fuera". Como ocurrió en Jerusalén, entonces, a veces los que parecen lejanos pueden estar preguntando, a su manera, por el corazón de nuestra esperanza.
Feliz fiesta de Epifanía.
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