Estas dos lecturas nos ofrecen perspectiva para leer el relato de la Transfiguración, que también conviene situar en su contexto: Jesús ha anunciado a los discípulos que su camino, como Mesías, ha de pasar por el sufrimiento y la muerte (Mc 8, 31), y los discípulos no comprenden, se resisten, tienen miedo incluso de preguntar sobre ello (Mc 8, 32-33; Mc 9, 32). La Transfiguración muestra la luz interior de ese camino que se le hace oscuro a los discípulos, la gloria de Cristo (Jn 1,14: "hemos contemplado su gloria"), que brilla precisamente como amor que se entrega y da vida, y es el camino de la Resurrección. Una gloria que los discípulos aún no son capaces de comprender (Mc 9,10), y que no evade del mundo (como quisiera, en ese momento, Pedro), sino que precisamente llama a bajar a la arena de la lucha diaria. Jesús aparece como la plenitud de la Revelación de Dios, que Israel resumía en la Ley (Moisés) y los profetas (Elías). A partir de ahora, es a Jesús a quien hay que escuchar.
La tradición cristiana ha visto en este relato de la Transfiguración una alusión a la contemplación, que no nos evade de la realidad, sino que nos hace mirar más hondo, descubrir la luz que desde dentro ilumina nuestras vidas, cuando intentamos seguir el camino del Señor, el camino de la entrega, del amor cotidiano.
Pero porque dijimos que Dios no
se sirve de otra cosa sino de amor, (...) si de algo se
sirve, es de que el alma se engrandezca; y como no hay otra cosa en que más la
pueda engrandecer que igualándola consigo, por eso solamente se sirve de que le
ame; porque la propiedad del amor es igualar al que ama con la cosa amada. (...). Dice, pues, la canción:
y todo
mi caudal en su servicio,
ya no
guardo ganado,
ni ya
tengo otro oficio
que ya
sólo en amar es mi ejercicio.
(San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, 28,1)