Escuchamos la
tercera y última gran catequesis para los catecúmenos que se preparaban para
recibir el Bautismo en la Pascua. Jesús, que ha sido presentado como Agua viva
(Jn 4, 5-42) y Luz del mundo (Jn 9), se nos presenta, en el Evangelio de hoy,
como Aquél que la humanidad esperaba, en quien se cumplen las promesas definitivas,
Aquél que es la Resurrección y la Vida.
Contemplamos a
Jesús profundamente humano, llorando con Marta y María. Y desplegando el poder
de Dios, que da vida a lo muerto, incluso cuando no parecía haber vuelta atrás
(los cuatro días de Lázaro enterrado aluden a lo irreversible de la muerte).
Cada diálogo
esboza una personalidad: el discípulo que no entiende, pero quiere seguir al
Maestro hasta la muerte; la discípula desconcertada, llorando a los pies del
Maestro (“si hubieras estado aquí…”);
la amiga que le expresa abiertamente sus sentimientos, incluso le contesta, y
que, precisamente así, abre su corazón en la fe más plena y pone por obra la
palabra de Jesús.
“Quitad la losa” (“Yo abriré vuestros sepulcros y os sacaré de ellos” Is 37,12). “Desatadlo y dejadlo andar”. Son palabras
de Jesús, también para nosotros. Si hemos dejado algo de nuestra vida sepultado
tras una losa, si hay en nosotros algo mortecino (esperanzas, confianza…), el
Evangelio de hoy nos invita a dejar a Jesús esa parte de nosotros que puede
haber quedado ensombrecida, y traernos su luz.
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