La curación del ciego Bartimeo (probablemente, alguien
conocido en la primera comunidad cristiana, pues se nombra a su padre) es el
último signo de Jesús en su camino hacia Jerusalén. Marcos la narra con
palabras cargadas de significado: entre líneas, podemos leer toda una historia
de fe, un itinerario que puede ser también el nuestro.
Bartimeo aparece en este relato como alguien que “ha perdido
el camino”. Ciego, está sentado en la cuneta de la vida, como un mendigo que
vive de limosna. En aquella sociedad, es además un marginado.
Pero en su interior brilla aún la esperanza. Al oír a Jesús
que pasa, se despierta, como el atisbo de una luz que empieza ya a guiarlo. Y
empieza a llamar a Jesús. Lo invoca como Mesías, hijo de David. A este título (ambiguo
aún, como un acercamiento “a tientas” a Cristo) le añade una petición que, en
su humildad, alcanza el corazón de Jesús y su mensaje: la misericordia. Y
aunque el entorno le invita a desistir, él insiste. Como Jesús nos invita a
hacer en la oración: “¡ten compasión de mí!”
Acoge la llamada de Jesús, y responde. A diferencia del
joven rico, que quedó atrapado en sus muchas riquezas (Mc 10, 21-22), Bartimeo suelta
lo que tiene (el manto era “lo único que
tiene para protegerse del frío” Éxodo 22:26-27; Dt 24:17-18), y da el salto
hacia Jesús. Y ante la pregunta de Jesús (la misma que poco antes hizo a los
hijos de Zebedeo, Mc 10,36), él pide lo verdaderamente importante. Que enlaza,
además, con los signos del Reino de Dios (“los
ciegos ven, los cojos andan…” Lc 7, 22). Este pasaje es también una enseñanza
sobre la oración y la vida: “Maestro,
¡que pueda ver!”
Y Bartimeo, verdaderamente llega a ver. Por eso entra en el
camino de Jesús (ese mismo que a los discípulos les daba miedo y les resultaba
incomprensible, Mc 10, 32).
La otras lecturas de hoy nos iluminan y proponen lo que
Bartimeo “ve”: la obra salvadora de
Dios, cantada por Jeremías (Jr 31, 7-9) y por el salmo 125, y realizada
plenamente por Jesús. Él ha tocado nuestra debilidad y ha sido constituido por
el Padre como sacerdote, “puente” (pontífice) que nos permite llegar a Él, a la
vida (Hebreos 5, 1-6).
La fe, que comenzó como atisbo y la esperanza de luz, nos
guía a Jesús, se hace plena en el encuentro con Él, y es capaz de curar
nuestras cegueras.
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