domingo, 26 de mayo de 2024

"En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 16-20)

 

Terminado el tiempo Pascual, la Liturgia nos ofrece dos fiestas –la de hoy y la del Corpus Christi- que nos invitan a volver de nuevo sobre lo que hemos celebrado en este tiempo, y tomar nueva conciencia de ello.

La fiesta de la Santísima Trinidad nos invita a contemplar a Dios, tal como se ha revelado en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Como al pueblo de Israel, se nos dice: “reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón” (Dt 4,39-40) estos acontecimientos en los que tiene su fundamento la comunidad cristiana. Para los cristianos, Dios no es un concepto o una “hipótesis” para expresar unas creencias o una intuición espiritual más o menos vaga. Hablamos de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque Él se ha revelado así, porque así lo experimentaron los primeros discípulos, y desde ellos, se transmite esa fe. Fe que está llamada a hacerse, en cada uno de nosotros, experiencia de encuentro con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. (Decía santa Teresa que Dios “es muy amigo de que no pongan tasa a sus obras” y “hace aun muy mayores muestras de amor”. Moradas I, 1,1).

Los discípulos confesaron a Jesucristo como Hijo de Dios (¡y eso significaba romper sus esquemas mentales!), porque experimentaron su Divinidad: primero en sus gestos y palabras a lo largo de su predicación, y después en el encuentro con Cristo Resucitado, en la forma en que transmite vida y transforma la vida, sanando, liberando, haciendo crecer, abriendo la existencia a otra dimensión... Y, cuando Jesús ya no está físicamente entre ellos, experimentan (conforme a lo que Él había anunciado en Jn 14 y 16), la presencia del Espíritu Santo, con esa misma capacidad transformadora y vivificadora. El Espíritu que, como dice S. Pablo (Rm 8 14-17) nos guía a vivir como hijos de Dios y vivir, como Jesús, la experiencia del Padre, y como él llamarle “Abbá”.

El Evangelio de hoy nos ayuda a comprender lo que significa que la Trinidad es el único Dios. En su mano está el destino último de todo, el poder. Un poder, por cierto, que no es como tendemos a imaginarlo (poder inmediato, totalitario, que se impone por la fuerza…). Tal vez, un poder paciente, como el de la vida que crece, el poder que en la cruz nos ha salvado. Y nos envía a bautizar a todos los pueblos y enseñarles a guardar el mandamiento del amor, a construir esa fraternidad de hijos de Dios que se abre a todos.

El bautismo significa, precisamente, incorporarnos a Cristo, entrar en esa dinámica, animada por el Espíritu Santo, de compartir su vida, su muerte y resurrección, su Vida Nueva, y así ser, cada vez más plenamente, hijos de Dios. El nos invita a compartir su vida.

La fiesta de hoy nos invita a la alabanza, a la adoración. A “dejar a Dios ser Dios" en nuestra vida.



Oramos hoy, de manera especial, por las monjas y monjes contemplativos, que viven aquella vocación expresada certeramente por Sta. Teresa del Niño Jesús: "en el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor" (Ms. B, 3vº)

domingo, 19 de mayo de 2024

"Él os guiará hasta la verdad plena" (Jn 15, 26-27; 16, 12-15)

 

Pentecostés es la plenitud de la Pascua. No sólo nos encontramos con Cristo Resucitado, que ha vencido a la muerte y se manifiesta con la gloria, la vida y hermosura, el poder que tiene como Hijo de Dios. Él nos hace partícipes de todo esto, al entregarnos su Espíritu. Para que vayamos experimentando en nosotros su poder vivificador.

La liturgia de esta fiesta de Pentecostés, con su Vigilia y con las dos posibilidades que ofrece para las lecturas del día (dos lecturas posibles de San Pablo, y también dos textos del Evangelio) traza todo un recorrido por la historia de la salvación, y pone de relieve cómo, frente a la presunción y la debilidad humanas, que terminan siendo causa de división (Babel), de esclavitud (Egipto) y fracaso (el destierro), Dios actúa con la fuerza de su Espíritu, liberando, ofreciendo nuevas oportunidades de vida, y abriendo caminos de unidad. El Espíritu es fuerza impetuosa, que sacude los cimientos de la comunidad y la lanza a la calle para dar testimonio audaz del Resucitado. Y a la vez es aliento sereno que toca delicadamente nuestro corazón, para sanarlo, para despertar sus facultades, para impulsar el crecimiento de cada persona, “a la medida de Cristo, en su plenitud” (Ef 4,13). Pues cada persona hemos recibido un don y tiene una capacidad singular de seguir a Cristo, de identificarnos con Él, de reproducir uno de sus rasgos y hacerlo presente, en el mundo, como fuente de vida, de paz, de alegría. Por eso es el impulsor de una creatividad sin límites, fuente inagotable de novedad y de renovación, de re-creación de nuestra realidad; y a la vez es maestro de comunión, para tejer toda esa diversidad construyendo el cuerpo de Cristo. Para vivir y anunciar la reconciliación y el amor.

Como los discípulos a los que Jesús hablaba en la Última Cena (Jn 16, 12-13), somos incapaces de abarcar toda la riqueza de vida y verdad que Dios nos ofrece. El Espíritu es quien ha de guiarnos “hasta la verdad plena”, siempre refiriéndonos a Jesús y al Padre. Somos invitados a dejarnos conducir por Él, poco a poco, en medio de la complejidad de nuestra vida.

Tras esta fiesta, volvemos al tiempo “ordinario”. Puede parecer abrupto este paso de una de fiesta tan extraordinaria al ritmo de los días "normales" del año. Esto también tiene un mensaje. En la liturgia cristiana, las fiestas no son momentos de evasión de la rutina cotidiana. Son oportunidad de un encuentro intenso con Cristo y con su poder salvador, que nos devuelve, renovados, al día a día. Somos invitados a renovar nuestra vida cotidiana con la fuerza del Espíritu que hemos recibido, a vivir cada jornada con la conciencia, cada año más profunda, de que nos acompaña Cristo resucitado, con su palabra y su presencia.

    Hacer sombra es tanto como amparar y hacer favores; porque, llegando a tocar la sombra, es señal que la persona de quien es la sombra, está cerca para favorecer. Por eso se le dijo a la Virgen (Lc 1,35) “que la virtud del Altísimo la haría sombra”, porque había de llegar tan cerca de ella el Espíritu Santo que había de venir sobre ella.
    En lo cual es de notar que cada cosa tiene y hace la sombra como tiene la propiedad y el talle. Si la cosa es condensa y opaca, hará sombra oscura y condensa,  y si es más rara y clara, hará sombra más clara, como es de ver en el madero y en el cristal, que, porque el uno es opaco, la hace oscura, y, porque el otro es claro, la hace clara. (…).
    La sombra de la vida será luz: si divina, luz divina; si humana, luz natural. Según esto, la sombra de la hermosura ¿cuál será? Será otra hermosura al talle y propiedad de aquella hermosura, y la sombra de la fortaleza será otra fortaleza al talle y condición de aquella fortaleza; y la sombra de la sabiduría será otra sabiduría; o, por mejor decir, será la misma hermosura y la misma fortaleza y la misma sabiduría en sombra, en la cual se conoce el talle y propiedad cuya es la sombra.
    Según esto, ¿cuáles serán las sombras que hará el Espíritu Santo al alma de todas las grandezas de sus virtudes y atributos…?

                 San Juan de la Cruz, Llama de Amor Viva A, 3, 12-14



Lecturas de hoy (www.curas.com.ar)

domingo, 12 de mayo de 2024

"Proclamad el Evangelio a toda la creación" (Mc 16, 15-20)

La fiesta de la Ascensión resalta la divinidad de Jesús, manifestada en su Resurrección. Y habla de la forma de estar Jesús ahora con nosotros, y de la forma de situarnos nosotros ante Él (más bien, “en Él”, como escuchamos los domingos anteriores) y en el mundo.

Los textos utilizan la expresión “ascender”, “ser llevado al cielo”, que no se refieren a un espacio físico, sino más bien al lugar que tiene en la historia, en el mundo, en nuestras vidas. Como dice la carta a los Efesios, Él está “por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro”. Por encima de los poderes de nuestro mundo, por encima de las cosas que a veces nos llenan de temor, y por encima de las que nos fascinan, nos ofuscan y acaparan toda nuestra atención. La oración que  hoy escuchamos: “que el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón…”, “rima” con el “levantemos el corazón” que repetimos en la Eucaristía. Frente a la tendencia de nuestro mundo a recortar nuestros anhelos  y a achantar nuestra mirada y reducirla a intereses “a ras de suelo”, Pablo pide a Dios (y nos invita a pedir) “que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros”.

Porque ese lugar de Jesús, a la derecha del Padre, no es lejano a nosotros. El ha enseñado que su gloria (la de aquél que “por nosotros se despojó de su rango, tomando la condición de siervo, …”, Flp 2, 6-11), se manifiesta en dar vida. De esa vida hablan los signos que “acompañarán a los que crean en Él”. Signos que, en su literalidad, vemos cumplidos en los Hechos de los Apóstoles (y también en la actualidad, hay testimonios de estas cosas). Y que, como signos, apuntan a otra realidad, de la que todos podemos hacer experiencia: vencer al mal y sanear situaciones, relaciones…, ampliar nuestra capacidad de comprensión y diálogo para llegar a otras sensibilidades, manejar situaciones peligrosas con buen resultado, superar situaciones tóxicas sin que nos envenenen, ser presencia sanadora… Jesús está a nuestro lado, infundiendo vida, y colaborando con nosotros. Y nos envía a colaborar con Él.

(Cabe apuntar un dato de estudio bíblico: el pasaje evangélico que hoy leemos no fue escrito por S. Marcos, sino añadido después. S. Marcos escribió el primer Evangelio como un relato conciso de Jesús, que se ciñe a su misión, muerte y resurrección, y no se detuvo a hablar ni de su nacimiento –resume su origen diciendo que es Hijo de Dios- ni de la expansión del Evangelio. Cuando los demás Evangelios comienzan a circular entre las comunidades, la Iglesia “completa” el final de este Evangelio con unas líneas, que resumen las apariciones de Jesús descritas por Lucas y Juan. Y hace esto, impulsada por el Espíritu -como autor verdadero del Evangelio-, porque comprende la importancia de incorporar esta dimensión: que Jesús nos envía).

 

 Nosotros, con los pies en la tierra y arraigados en Cristo, somos enviados a llevar su palabra y sus hechos, su persona, su amor salvador. Somos ahora sus testigos, los que lo hacemos presente, y para ello necesitamos ser guiados por la fuerza del Espíritu Santo. Y esa misión se extiende "a toda la creación", con la dimensión universal y también la ecológica que hoy podemos descubrir en estas palabras. 


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)

domingo, 5 de mayo de 2024

"Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Juan 15, 9-17)

 

Tras hablarnos de cómo se arraiga el sarmiento en la vid, el Evangelio nos invita a permanecer así en el amor de Jesús. Un amor que es como el que une a Jesús con el Padre: ese amor que lo ha sostenido en su misión, y en la entrega de su propia vida, que se expresa en esa plenitud de vida que Jesús transmite. Jesús, el Hijo, viene a compartir con nosotros el mismo amor que Él vive.

Toma conciencia de quién eres para Dios. No eres siervo, sino amigo. Amigo con quien Jesús comparte todo y por quien da la vida. Así te llama hoy Jesús. Y te invito a orar este Evangelio hoy así: pasando de los términos genéricos a los personales, al yo-tú que Jesús usa hoy.

Para ser exactos, Jesús dice Yo-vosotros. Lo que nos descubre la importancia de la comunidad, que no reduce la importancia y peculiaridad personal de cada uno, sino que nos ofrece el camino para ese ser “yo mismo” ante Dios. El laborioso camino del amor fraterno, como nos explica Juan en su carta, es el que nos conduce al “conocimiento” de Dios. Un conocimiento que no es meramente intelectual, es experiencia viva de ese amor, de esa relación de la que está hablando Jesús.    

En nuestra forma de hablar, “vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando” podría sonar como una condición, una forma de coacción. Pero Juan nos aclara, en su carta, que “en esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino el que él nos amó y nos envió a su Hijo”. Es Él quien ha tomado la iniciativa, nos ha elegido gratuitamente. Y Jesús ofrece incondicionalmente su amor (como el del Padre, que “hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia a justos e injustos” Mt 5, 45). Nuestro amor es respuesta agradecida. Y guardar su mandato, su enseñanza (que, como ya hemos visto es creer en Él y amar, 1 Jn 3, 23) es la forma de abrir nuestro corazón y nuestra vida a su amor, de arraigarnos en ese amor. De la misma manera que Jesús vive su unión con el Padre como comunión con su corazón, que le lleva a hacer su voluntad. (No sólo cumplir. Guardar, como “María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” Lc 2, 19.51).

De manera parecida “lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé” no es la expresión de un favoritismo (un “enchufe” para conseguir cualquier cosa), sino que tiene que ver con esa comunión que nos lleva a mirar el mundo con los ojos de Dios y así “saber pedir lo que nos conviene” (Romanos 8, 26), vivir en esa comunión de nuestra voluntad con la suya, en la que Él se inclina hacia nosotros, para escucharnos y responder con generosidad a los deseos auténticos de nuestro corazón.

Como discípulos, estamos en ese camino de “prender” en su amor, descubrir la plenitud que nos ofrece. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud”.

 “Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán, que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir; es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro ‑y he visto después‑ que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad Sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita (Mt 3,17). Muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor. He visto que por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos.
 Así que vuestra merced, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación. Por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes; El lo enseñará. Mirando su vida, es el mejor modelo. ¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y tribulaciones, como hacen los del mundo? Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere junto a sí”.

Teresa de Jesús, Vida, 22, 6-7


Lecturas de hoy (www.ciudadredonda.org)


  La parábola que hoy escuchamos es considerada el “corazón” del Evangelio de S. Lucas. Y se plantea también en un contexto central. El hech...