domingo, 7 de enero de 2024

"Tú eres mi Hijo amado" (Mc 1, 7-11)


Terminamos el tiempo litúrgico de Navidad con la fiesta del Bautismo del Señor. El niño que contemplábamos en Belén aparece adulto, en el desierto de Judea, comenzando su misión. Es el siervo de Dios que anuncia la lectura de Isaías 42, 1-7. El que anunciaba Juan el Bautista, como escuchábamos en el domingo segundo y tercero de Adviento, que "bautizará con el Espíritu Santo": el Espíritu que hoy vemos descender sobre Jesús, para acompañarlo siempre. Ese Espíritu de Dios que es creador, capaz de infundir vida en lo que está apagado, y de transformar nuestra existencia; el Espíritu de la Verdad que ilumina caminos; el Amor de Dios que re-crea nuestro ser. Ese Espíritu va unido a Jesús, y lo encontraremos en sus palabras y en sus actos. 

Sorprendentemente, Jesús se presenta para recibir, sencillamente, el bautismo de Juan. Como uno más de aquellos que "confesaban sus pecados y Juan los bautizaba" (Mt 3,6). ¿Cómo es que Aquél que que no tiene pecado viene a recibir ese bautismo de conversión? (Mt 3, 14-15 expresa el desconcierto de Juan el Bautista ante esto). El hecho, reflejado por los cuatro evangelios, es tan significativo como inesperado: y es que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, además de asumir nuestra carne y nuestra condición, asume también nuestra historia de pecado y de conversión. Jesús nos revela que Dios no mira nuestra realidad "desde lejos" ni "a vista de pájaro", sino que se hace solidario de nuestro camino, lo asume, para poder renovarlo desde dentro, para salvarnos.

De hecho, en este momento se revela la Trinidad: vemos a Jesús en el Jordán, al Espíritu bajando sobre Él, y escuchamos la voz del Padre. La Trinidad se muestra como Dios que comparte nuestro camino, presencia viva, cercana, misterio de vida. 

La misión que Jesús comienza, va a ser como este bautismo anuncia: hacerse cargo de nuestras dolencias, dar luz a nuestras búsquedas, cargar con nuestro pecado hasta ser contado entre los malhechores (Is 53, 3b-4, 12), hasta una muerte de cruz (Flp 2, 8). Para, en su Resurrección, ofrecernos una vida nueva, llena del Espíritu. Una vida de hijos de Dios (Jn 1, 12), hijos amados, como Él. 

Una vida que nosotros hemos recibido en el bautismo. El bautismo de Jesús, que tiene la fuerza del Espíritu Santo, realiza en nosotros ese camino. Podríamos decir que lo siembra en nuestro corazón y en nuestra vida, para que con su ayuda vayamos cultivándolo. Para que vayamos participando de su vida. Y también de su misión. Para que, como Él, pasemos "haciendo el bien" (como dice Pedro en la lectura de Hch 10, 34-38), sabiéndonos acompañados por el amor del Padre. Pues Jesús nos enseña a llamar a Dios "Abbá", y su Espíritu nos impulsa a orar así (Rom 8, 15). 

La fiesta de hoy nos invita a recordar nuestro bautismo (aunque casi todos fuimos bautizados cuando éramos bebés), a tomar conciencia de cuanto significa. A acoger también palabra final del Evangelio de hoy, que Jesús comparte con nosotros: "Tú eres mi Hijo amado".



No hay comentarios:

Publicar un comentario

  Tras hablarnos de cómo se arraiga el sarmiento en la vid, el Evangelio nos invita a permanecer así en el amor de Jesús. Un amor que es co...