domingo, 8 de octubre de 2023

"Mi amigo tenía una viña..." (Is 5,1; Mt 21,33-43)

 



El canto de la viña de Isaías y la parábola del Evangelio esbozan la historia de Dios con su pueblo, y el rechazo de éste, que se niega a dar los frutos que se le piden, maltrata a los profetas, y llegará a matar incluso al hijo que Dios envía. 

No es sólo la historia de Israel, es también la historia de la humanidad. Nuestro mundo tiene recursos suficientes para ofrecer una vida digna a todos, pero la codicia que acapara, y los miedos y soberbias que dividen, han hecho que en nuestra historia crezca el resultado que Isaías denuncia: "esperaba de ellos derecho, y ahí tenéis: sangre derramada. Esperaba justicia, y ahí tenéis: lamentos" (Is 5,7).

Una historia que nos interpela a cada uno, pues en cada uno está la capacidad de dar buen fruto, o de dejar que ese fruto se agrie y estropee. El evangelio ofrece una clave: la tentación de querer apropiarse de todo frente a la actitud de entregar fruto. S. Francisco de Asís (cuya fiesta celebramos el miércoles pasados), nos recuerda que todo cuanto tenemos, lo hemos recibido de Dios: no sólo los bienes materiales, sino también nuestras cualidades personales, y la misma vida. Y que cuando pretendemos apropiarnos de ello, quedárnoslo sólo para nosotros, lo estropeamos. Nuestra vida da fruto y se realiza cuando esos dones se convierten  en ofrenda: acción de gracias a Dios y dones que se ponen al servicio de los demás. De ello, por cierto, habla una de la Plegaria Eucarística III, que pide que el Espíritu "nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos".

Cabe apuntar, por otra parte, que Dios nos pide frutos, que no es lo mismo que resultados. El "resultado" de nuestros esfuerzos depende de muchos factores, parte de ellos ajenos a nosotros. Y también escapa a nuestros cálculos. La vida de algunos santos de nuestros tiempos modernos (estos tiempos que idolatran la eficacia), como Teresa de Lisieux y Charles de Foucauld era, aparentemente, un fracaso sin resultado, y sin embargo han tenido una extraordinaria fecundidad y capacidad de dar luz y vida a otros. En el Nuevo Testamento, los frutos tienen que ver, más bien, con las actitudes. Así, dice San Pablo (Gálatas, 5, 23) que "el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza"... 

Y hoy nos invita también a cultivar una serie de actitudes: tener en cuenta "todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, todo lo que es virtud o mérito" y poner en obra "lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis, visteis en mí" (Flp 4, 8-9). 

Vale la pena que hoy nos preguntemos, cada uno ¿qué frutos me pide Dios? ¿Qué frutos pide la realidad que me rodea? ¿Qué frutos puede (y pide) dar mi vida? 

San Pablo, además, pone, como punto de partida, la oración confiada. Una oración que ya se anuncia en el salmo, que evoluciona desde la desolación por la desgracia de su pueblo (esa vid que extendió sus sarmientos, pero se ve saqueada y pisoteada) a una actitud de búsqueda de Dios: "no nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre".

En la Escritura hay otro pasaje significativo que habla de una viña: Jn 15 1-10, que vale la pena leer hoy: Jesús es la vid verdadera, y nosotros los sarmientos, que, unidos a Él, podemos dar fruto. Frente a la tentación de un voluntarismo basado en las propias fuerzas (otra vez, el quedarnos en nosotros mismos), nos dice hoy Jesús que Él es la piedra angular (Mt 21, 42), sobre la que podemos construir. 

Y devolvamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos los bienes son de él, y démosle gracias por todos a él, de quien proceden todos los bienes. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, tenga y a él se le tributen y él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y gloria, de quien es todo bien, solo el cual es bueno (cf. Lc 18,19).
(S. Francisco de Asís, Regla no bulada, cap. 17)

En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que Tú mismo, Amado mío...
 
(Sta. Teresa del Niño Jesús, Ofrenda al Amor misericordioso)


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


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