domingo, 3 de septiembre de 2023

"Tome su cruz y me siga" (Mt 16, 21-27)

 


La escena que hoy nos presenta en el Evangelio sigue a la que contemplábamos el domingo pasado. Una vez que los discípulos, con Pedro a la cabeza, reconocen a Jesús como Mesías, Él pasa a explicarles cómo es el camino del Mesías. Un camino incomprensible para ellos, porque pasa por el fracaso, el sufrimiento y la cruz. De nuevo, Pedro toma la palabra. Y, con sus criterios humanos (la expectativa de que el Mesías ha de tener éxito), la que había de ser "roca de fundamento" se convierte en "piedra de tropiezo", en tentador. Jesús lo llama, incluso, "Satanás", porque, sin darse cuenta, Pedro está expresando la segunda tentación que rechazó Jesús en el desierto (Mt 4, 5-7), la de un Mesías que "no tropiece en las piedras", no conozca el fracaso. 

A este Pedro que ha intentado decirle a Jesús por dónde ir, Jesús le manda ponerse detrás, como discípulo. Y a los demás discípulos (y nosotros con ellos) a asumir que seguirle implica negarnos a nosotros mismos y cargar con nuestra cruz. 

Tal vez nos gustaría que, ya que seguimos a Cristo e intentamos ser fieles a Dios, Él nos librara de sufrimientos, de fracasos, de rupturas. No es así. La plenitud y la vida que Jesús nos ofrece no está "más acá" de todo eso que tememos (no consiste en que "nos libremos de pasar por ello") sino que está "más allá": ante esas situaciones que nos bloquean y parecen ahogar con nuestro camino vital, acabar con él, el poder y la misericordia de Dios se manifiestan como capacidad de abrir camino, de poder atravesar todo eso sin ser aplastados. 

De fondo, una cuestión fundamental de la propuesta de vida de Jesús: entregar la vida, no vivir para nosotros mismos. En definitiva, amar. El que sólo busca su propia felicidad, no la podrá encontrar. Porque la plenitud que podemos encontrar pasa por el amor. Y el amor significa entrega, ir mas allá de nosotros mismos (de nuestros intereses, gustos, comodidad...). En el lenguaje radical que Jesús usa, "negarse a sí mismo".

Jesús nos habla de tomar la cruz y seguirle. Implica, por una parte, la radicalidad de estar dispuestos a poner toda nuestra vida en juego. Por otra, "anclar" ese seguimiento en nuestra vida real, con las dificultades que se nos cruzan, con la cruz que cada uno tenemos. No estamos llamados a cargar con nuestra cruz solos, sino siguiéndole a Él, dejando que Él nos enseñe y nos ayude a llevarla. De esta forma, podremos llevarla, y crecer como personas en ese camino. 

Todo esto implica lo que San Pablo nos propone en la carta a los Romanos: no amoldarse a la mentalidad de este mundo, sino renovar nuestra mente. Nuestro culto razonable consiste, no en presentar a Dios algo ajeno a nosotros, sino en abrirle nuestro corazón y nuestra vida, presentarle nuestras propias personas ("nuestros cuerpos", en lenguaje de un judío del siglo I), dejarle entrar en nuestra vida para que Él pueda guiarla y transformarla. Eso tiene que ver con una experiencia de amor, de "ser seducidos" por Dios (como dice, con un lenguaje extremo, Jeremías). Hemos descubierto algo de Él, y tenemos sed de Él, como rezamos hoy con el salmo 63. Y en el trato con Él, en ese seguirle, esta experiencia (sed y plenitud a la vez), va creciendo. 


Lecturas de hoy (www.dominicos.org)


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